Tiempos de efemérides

(10/12/2008) Hay presentaciones de libros que no me gusta perderme por nada del mundo porque tengo hacia sus autores una simpatía especial, más allá del interés que puede producirme el propio libro que se publica. Y es que la simpatía lejos de ser un sentimiento ciego y sin tino, está basada en razones personales que a veces no responden a ninguna lógica pero que hacen que uno se sienta bien con determinadas personas y se acerque a su trato como si las conociera de toda la vida.
El pasado 3 de noviembre, Joaquín Díaz presentó su nuevo libro “Valladolid hace 100 años” y aunque pertenece a esas personas que me producen los sentimientos arriba esbozados y el contenido del libro es de los que suscitan mi interés, no pude estar en el evento por algo tan obvio como el hecho de ignorar que se iba a celebrar -hay noticias de prensa que se le escapan a uno ¡qué le vamos a hacer!-.
Mi hijo, que conoce mis devociones por el libro y por Joaquín, compró el mismo día un ejemplar que ha amortiguado hasta cierto punto mis pesares por dicha ausencia. Más de 200 fotografías y numerosos personajes se asoman desde la ventana del libro para el disfrute del lector que se llena de nostalgia al comprobar la lejanía del tiempo pasado y la desaparición de personas entrañables y edificios valiosos. La editorial Castilla Tradicional  en una encuadernación cuidada, embellece al tacto las sabias disertaciones que Joaquín hace sobre cada una de las fotografías cual cirujano que diseccionara un tiempo ya caduco y memorable. La autopsia del tiempo.
La misma fotografía de portada es todo un símbolo de aquella España de burgueses y labriegos que comparten espacio junto al nuevo ayuntamiento. Sólo espacio.
Joaquín Díaz nos propone un recorrido desde la Plaza Mayor hasta la calle Doctrinos, pasando por otros lugares urbanos, para que cada cual ejercite su “espíritu de observación” dejando que su imaginación deambule “por las calles de la ciudad de Valladolid tal y como estarían hace un siglo”.
Conocer una ciudad es conocer su historia y los entramados sociales y culturales que se han tejido y destejido en ella y que, de alguna manera, nos conforman. Tenemos la falsa percepción de creernos siempre los últimos moradores de una ciudad, los más modernos. Y nos olvidamos que dentro de 100 años otro libro recogerá nuestras imágenes para que otros las juzguen. Y los autores que nos impriman para entonces serán protagonistas, a su vez, de un nuevo trabajo cuando pasen otros 100.
Y si miramos más allá de nuestro ombligo veremos que lo mismo ocurre en Lille o en Basilea, o en cualquier otra ciudad del mundo.
Pero celebramos efemérides, centenarios, bicentenarios y milenarios como si tras nosotros no fuera a venir nadie más, como si fuéramos los últimos de los últimos. Eso cuando no se utilizan más que para el dispendio o relumbrón de algunas instituciones.
Porque la  conmemoración de cualquier centenario sólo resultará útil cuando se utilice, como hace Joaquín, para observar una época que se nos fue desde la perspectiva que da la distancia.
Por eso jugando a hacer ciencia ficción me gusta ponerme en el año 2108 cuando otros relojes señalen con claridad la divergencia real entre su mundo y el nuestro y preguntarme: ¿qué fotografías elegirán los autores para representarnos?, ¿qué aspectos de nuestra realidad urbana les llamará la atención?, ¿qué modos de vida serán los suyos que, al ser peculiares, serán reflejados por los ciudadanos del 2208?, ¿y los de éstos?…
Como ven se trata de preguntas que estimulan la reflexión y que sirven para cualquier efeméride o conmemoración que se precie. Conmemoraciones que pasando los siglos no serán más que los pequeños eslabones de una larga cadena de la que nadie verá el extremo.



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