Civitas, Civitatis
(23/8/2007) La ciudad estaba desierta cuando nuestro hombre bajó, como todos los días, a comprar el periódico.
Las colas habituales para adquirir la prensa – no excesivamente grandes pero colas al fin y al cabo – habían desaparecido y el expendedor parecía adormilado por la soledad y el aburrimiento.
Cruzó el semáforo en rojo – no había tráfico y esperar en esas condiciones le generaba una incomodidad rayana con la vergüenza- y bajó por la gran avenida que desembocaba en el centro de la ciudad. Ningún alma recorría aquel magnífico paseo colonizado, cualquier otro día, por miles de personas de toda edad y catadura.
Pensó que algo iba mal.
Los bancos que el ayuntamiento había sembrado para refugio de cansados y mirones, y que nunca había manera de encontrarlos libres dada la creciente demanda de reposo y fisgoneo, se hallaban igualmente vacíos cual bocas desdentadas en busca de alimento.
Nuestro hombre abrió y cerró los ojos un par de veces para asegurarse de que aquello no era un sueño.
Había visto películas de ciudades desiertas abandonadas de súbito por inmediatas hecatombes apocalípticas o por abducciones de seres venidos de otros mundos y por unos momentos sintió pánico al creerse el único habitante de una ciudad maldita.
Cruzó el Viejo Parque. Los niños que cualquier día poblaban sus espacios entre carreras y bullicios y a los que tenía que sortear para no ser arrollado en sus locos juegos, habían desaparecido como si un nuevo flautista de Hamelin hubiera arribado a la villa durante la noche.
Volvió a sentir el escalofrío del miedo ante lo desconocido al entrar en la vieja tahona.
El panadero le mostró un sonrisa dentuda y excesiva cuando, como todos los días, pidió su barra de pan. Resultaba extraño ver a aquel personajillo sonriente y sosegado cuando siempre se mostraba malencarado y ceñudo ante una clientela en aumento a la que apenas podía servir y a la que trataba, con aire de perdonavidas, como a ganado en aprisco.
Por momentos estuvo a punto de preguntar a aquel afable energúmeno qué demonios ocurría en la ciudad, pero miedos antiguos en el trato recibido le hicieron desistir de sus intenciones.
Nuestro hombre cruzó la calle de la Vía para dirigirse a la cafetería.
Siempre le gustó vivir en la ciudad. La ciudad, argüía cuando algún compañero le vendía las excelencias del pueblo o del campo, era el triunfo de la civilización frente a la barbarie. Llegar a la ciudad en los tiempos antiguos, concluía, era la única forma de tener carta de ciudadanía y de ser un hombre libre.
Le gustaba la libertad y el anonimato que ofrecía la ciudad. Ciudad que encarnaba para él más que ninguna otra entidad la comunidad y la organización.
Las mesas de la cafetería se hallaban vacías de clientes. De los cuatro camareros que atendían habitualmente a la parroquia los días festivos, solamente uno se entretenía en sacar brillo a unos vasos de cristal mil veces relamidos y frotados.
La Cafeta -que así se llamaba aquel antro- tenía el encanto de las viejas cafeterías de barrio y el trato en ella solía ser correcto sin llegar a esa familiaridad excesiva que siempre acaba generando incomodidad en los clientes.
Generosa con todos aquellos que querían anunciarse, la Cafeta tenía las paredes llenas de todo tipo de anuncios entre los que sobresalían unos enormes carteles taurinos.
Mientras la vieja cafetera orinaba, en dosis razonables, el líquido negruzco y abrasante que pronto sería suyo, nuestro hombre recorrió con su mirada las paredes del establecimiento.
Notó extrañado que el número de pasquines con el que se anunciaban todos los acontecimientos de la provincia había aumentado considerablemente y que mostraban en su cabecera pueblos dispares con diversiones parecidas en una fecha coincidente.
El camarero, consciente de la perplejidad de nuestro hombre y tras abrillantar la barra en la que pronto colocó el cuenco humeante, le sacó de su ensimismamiento.
-Estamos en Agosto, don José, y hoy es día 15.
Luego para reforzar su argumento tomó el mando a distancia y comenzó a disparar sobre el televisor que levitaba sobre una de las esquinas. De repente comenzaron a aparecer escenas de cientos de pueblos en fiestas.
En uno arrojaban calderos de agua sobre la gente moza desde una balconada, en otro un novillo era apaleado entre risas sin cuento, en otro vio como gente, en apariencia honorable, se arrojaban unos a otros quesos siguiendo una antigua tradición, en otro aparecían muchachas borrachas como cubas, en otro cortaban el árbol más esbelto, en otro trataban de conseguir la fogata más crepitante y saltar sobre ella, en otro quemaban un pelele, en otro un diablillo repartía escobazos a quienes le insultaban en plaza pública y en los más había desfiles de carrozas horteras…
Nuestro hombre se apoyó sobre la barra con aire pensativo.
- Vuelven los bárbaros –concluyó mientras dejaba sobre el mostrador un euro y veinticinco céntimos y retornaba al abrazo de las calles desiertas de la ciudad.