Tiempos bulímicos

bulimias

(10/12/2022) El aluvión de personas que llenan museos, bares, parques temáticos, conciertos, estadios de futbol y otros lugares de ocio confirman lo que muchos pensamos: vivimos tiempos de bulimia donde lo que prima es el consumo desaforado de lo que sea, unos tiempos de empacho en los que nuestra conducta se aleja de la moderación para ingerir glotonamente cualquier experiencia que se ponga por delante, entregándonos a todo tipo de excesos en el carrusel de la vida.

 Hay un horror al paso del tiempo, dicen los filósofos. Un miedo al vacío temporal (horror vacui). Un horror a no saber qué hacer mientras pasa el tiempo que nos devora. Y sólo hay una manera de enfrentarse a tanto miedo: consumir con voracidad bulímica todo lo que se ponga por delante, sin dejar para mañana lo que se pueda devorar hoy.

 La  palabra bulimia que proviene, como tantas, del griego y significa “hambre de buey” o sea “mucha hambre” define unos tiempos en los que cada cual sacia como puede sus ganas de vivir, pero a lo bestia: viajando, comiendo y disfrutando como si no hubiera un mañana, como si el más allá no estuviera disponible -hace tiempo que ni está ni se le espera- y solo quedara el más acá. Consumiendo experiencias por el solo placer de consumir hasta llegar al empacho, al vómito.

 Una hiperfagia que llena aeropuertos, estaciones y carreteras y que nos permite soportar las zozobras que nos produce el paso del tiempo.

“La sociedad contemporánea ha tomado conciencia, como nunca antes, de la pavorosa diferencia entre el tiempo del mundo y el tiempo de una vida humana” asegura el filósofo Hans Blumenberg en su obra Lebenszeit und Weltzeit, en un intento de explicar tamaña vorágine.

 Esta bulimia consumista se inicia en la infancia cuando el niño se atraganta de juguetes y caprichos, sigue en la adolescencia con el atracón digital de quien devora imágenes hasta el hartazgo, continúa en la edad adulta con atascos intestinales en carreteras y estaciones y tiene su época dorada en la jubilación.

 Si hay una población de riesgo ante esta bulimia experiencial y consumista que nos acosa, es la de los jubilados. Salvo raras excepciones -la de quienes tienen que hacerse cargo de los nietos-, el jubilado es el bulímico perfecto: tiene todo el tiempo del mundo para empacharse cuando apenas le queda tiempo.

 Dicen los que saben, que han visto jubilados mirando absorto los paneles de salida en aeropuertos y estaciones. Y que preguntados a dónde van, responden que no saben ni les importa, que lo que cuenta es salir.

 Se dice, aunque vete a saber si es cierto, que bajo el síndrome bulímico hay un problema de autoestima y que se da en personas que intentan compensar su vacío existencial empachándose de viajes a ninguna parte y a todas, para luego contarlo.

-Sitúe dónde está Egipto -le pide el entrevistador a un pensionista que acaba de visitar las pirámides mientras le  muestra un mapa del mundo.

-No lo sé -responde ufano mientras ríe su ignorancia.

 El entrevistador no sabe (o sabe muy bien) que no se trata de ver países, sino de salir de casa y volver para contarlo. El entrevistador no sabe (o sí) que como decía Maurice Merleau-Ponty “es posible haberlo visto todo y no haber comprendido nada”.

 Estos atracones compulsivos de viajes generan problemas de desorientación, -“cuando me levanto me cuesta saber dónde estoy”- y pérdidas de control mental a los que siguen períodos de ayuno -“no voy a salir a la calle en un mes”-, pero son arrepentimientos fugaces, leves golpes de pecho antes de volver a las andadas, a episodios de ingesta viajera compulsiva.

 “El mundo se ha convertido en un simulacro que debe ser consumido casi con desesperación. Por todos lados brotan incitaciones a apropiarse del artificio que se promete como paraíso” dice el narrador, poeta y ensayista Rafael Argullos.

 Hay quienes recomiendan la inmovilidad en estos tiempos bulímicos. Quedarse en casa y no caer en la trampa del “¡consumid, consumid, malditos1”. Pero no son los mejores tiempos para intentarlo. Llega la navidad, un tiempo en el que la pandemia bulímica alcanza sus más altas cotas de contagio. Son días de aceleración despiadada que lleva al paisanaje a correr por las aceras cargado de bolsas y maletas en ese viaje a ninguna parte que es nuestra corta existencia.



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