Respirar o suspirar
(10/02/2025) Tras estudiar el ciclo respiratorio de dieciséis especies de mamíferos, Andrés Escala, académico del Departamento de Astronomía (DAS) de la Universidad de Chile, ha encontrado “el número de la vida”, el número de respiraciones que un mamífero realiza a lo largo de su existencia: unos 400 millones de respiraciones, respiración arriba, respiración abajo. Un patrón fascinante que cambiará nuestra comprensión sobre la longevidad.
Cuatrocientos millones de respiraciones, aproximadamente, marcan la diferencia entre la vida y la muerte y como clama la cantante Babe “mi piel en silencio grita oxígeno para respirar”.
Y es que para vivir hay que pagar un peaje: esas respiraciones que a veces malgastamos y que nos acercan sigilosamente al precipicio. “Todas hieren, la última mata” sentenciaban los relojes de sol. Se referían a las horas, pero también a las respiraciones, a esas bocanadas de vida que se nos escapan sin que nos demos cuenta.
Ya no habrá que echarle la culpa al alcohol o al tabaco -que también-, tampoco a las dietas descontroladas y tóxicas. La clave de llegar, o no, a viejos es la misma que la de llegar a fin de mes: el ahorro. Se trata de no malgastar las respiraciones -4oo millones, como les dije- con las que contamos los mamíferos. Y hacerlo con mesura y no a tontas y a locas, o a velocidades de vértigo.
Todo consiste en el ahorro. Entonces ¿por qué un gato vive como promedio 18 años y un conejo tan solo 9 si ambos tienen parecido número de respiraciones en su cuenta corriente (495 millones frente a 425 millones) ?, se estarán preguntando ustedes. Pues la respuesta está en las maneras de respirar de unos y de otros. Unos, los conejos, se toman la vida a grandes (y rápidos) tragos y los otros -los gatos- lo hacen con mesura y comedimiento (ronroneando), dicen los investigadores. Y lo mismo ocurre con las tortugas y los perros: unas con una esperanza de vida de 177 años y los otros alrededor de unos 15.
“Vive rápido y muere joven” decían los del refranero, o sea los más viejos. Y lo de que las prisas nunca fueron buenas, tal como demuestra Escala, lo llevaban diciendo nuestras abuelas desde que observaban a las tortugas o a las conejas. “Ese es más lento que una tortuga”, “esa es una coneja” insultaban a quien se tomaba su tiempo ahorrando carburante o a quien lo desperdiciaba.
Sabemos el número de nuestras pulsaciones por minuto, pero apenas si hemos caído en la cuenta de nuestras respiraciones. Y es ahí donde está la clave de la vida, la supervivencia de la especie y la diferencia entre llegar, o no, a conocer a los bisnietos.
En esta batalla por ahorrar aire son muy importantes la meditación y la lectura. El efecto sanador de la lectura radica en eso: en disminuir la respiración mientras nos concentramos en el Quijote o en cualquier otro libro. “Está tan concentrado que no respira”, decimos. La biblioterapia que ha recomendado el centro de salud de Rafalafena en Castellón, recetando libros para mejorar el estado de salud, está siendo muy aplaudida. Y no solo porque mejoran situaciones de soledad, ansiedad, alzheimer o depresión, sino porque al leer ahorras la gasolina de tus respiraciones y puedes llegar más lejos en una vida que siempre nos parece demasiado corta. La terapia está en los libros y no tanto en el paracetamol o en el ibuprofeno. Asique dejémonos de tanto senderismo y de tanto contar el número de pasos y pongámonos a leer.
Pero siendo tan buena la respiración, tendremos que reconocer que lo peor es el suspirar, esa prolongación innecesaria y morbosa de la respiración. Quien suspira agota el pozo de la vida, la cisterna que alimenta nuestra existencia. El suspiro es un quejido que se teje en el aire y esa catarata de aire que prolonga el dolor es un derroche de oxígeno que a nadie conviene. Solo contamos con cuatrocientos millones de respiraciones, nos recuerda Escala.
Respirar con moderación es el camino, porque de respirar a expirar solo hay una “r”, y la caída de la “r” supone la caída de la hoja. Respirar como quien no quiere la cosa, con moderación y mesura, pero suspirar no. Treinta y dos suspiros lanzó Madame Bovary en la obra de Gustave Flaubert y mira cómo terminó la pobre.
El combustible que alimenta nuestro vivir y nuestras inútiles pasiones hay que tomarlo a pequeños sorbos y sin lanzar suspiros si no queremos dejar un cadáver exquisito como el que dejó Emma Bovary.
“De pronto tiene un vómito de sangre mientras tiende la ropa, al día siguiente dice “¡Ay, Dios mío!”, suspira y pierde el conocimiento. Cuando Charles acude …”.