Ínfimos e infinitos
(10/10/2024) Que somos viajeros en el tiempo, ínfimos y a la vez infinitos, no lo digo yo sino el filósofo argentino Miguel Wiñazqui que acaba de sacar un libro con el sabroso título de Estoicismo de altura.
Y, aunque el final de la frase no lo tiene uno muy claro, sí lo tiene el principio que le hace tomar conciencia de las propias dimensiones, de la insignificancia que somos. Insignificancia que no se reduce a la mediocridad, sino que va más allá, a una mirada sabia que acepta nuestra imperfección. “Usted está aquí, tranquilícese un poco” dice una imagen que corre por internet en la que una flecha señala un puntito (la Tierra) en el gigantesco Universo. Pues eso.
Pienso en esto mientras me preocupo por los derroteros que lleva nuestro mundo, sin olvidarme de que eso, la preocupación, no deja de ser un síntoma de soberbia. “¿Quién te crees que eres para estar tan preocupado?, eres un grano de arena en la playa cósmica” parece decirme el “Pepito Grillo” de mi conciencia
A esta insignificancia que somos todos, le están saliendo espías por todos los lados, como si de verdad le importáramos a alguien, como si nuestros afanes merecieran la pena. Al “amigo” del que les hablaba el otro día, ese colgante que grabará nuestras insulsas conversaciones, le está saliendo otro invento: un grabador-espía de palabras que ni siquiera salen de nuestra boca, un micrófono láser que grabará sonidos de hasta 5.000 hercios que son suficientes para reconocer voces o palabras escritas porque -y aquí llega lo mejor- cada tecla que pulsamos en nuestro ordenador emite un sonido diferente y delatará lo que estamos escribiendo. Escuchar a las teclas para saber lo que escribimos es la nueva apuesta del empresario y hacker Samy Kamkar que se acerca peligrosamente al próximo invento que llegará: saber lo que estamos pensando.
En fin, que uno ya no necesita salir a la calle para que vigilen su insignificancia, ni tiene por qué decir esta boca es mía para sorpresa de nadie, sino que en su propia casa estará desnudándose ante el mundo.
Habrá que ponerse un escudo protector al levantarse cada mañana. Un escudo de estructura de acero como ese que está diseñando Elon Musk para que no se desintegren los cohetes espaciales que viajarán de Nueva York a Shanghái en 30 minutos.
Mientras usted y yo nos tomamos tranquilamente una caña, los hay que no paran de inventar artilugios que no sabemos para qué sirven ni hacia dónde nos llevarán.
El Ig Nobel, ese premio Nobel para invenciones chocantes, esa parodia de los Nobel, acaba de ser entregado a un equipo que acaba de descubrir que los mamíferos pueden respirar por el ano (algo que, más allá de la sorpresa inicial, dicen que tendrá aplicaciones médicas para quienes se queden sin pulmones), y a otro que ha descubierto que se pueden alojar palomas en misiles de última generación para guiarlos en sus objetivos y no confundirse de enemigo.
Pero el descubrimiento más fascinante y que ha recibido su correspondiente estatuilla o lo que sea que den, es un invento patentado por un estudio francés que ha demostrado que el pelo de nuestro cuero cabelludo tiende a girar en el sentido de las agujas del reloj, aunque el giro es menor en aquellos que viven en el hemisferio sur. Invento este que nos hace confirmar una vieja sospecha: la de que el sur también existe y que la pobreza está ligada a este hemisferio. Esa pereza en el giro capilar de los pobres del sur, esa tendencia a no seguir el ritmo que se impone en el norte, esa propensión a la lentitud que lleva a la siesta comienza en el pelo y es la causa de nuestra caída en la indigencia. No le den más vueltas.
Debemos “advertir que somos un punto en la inmensidad, que todo es efímero, que todo pasa” comenta el susodicho Miguel Wiñazqui. También, continúa el argentino, que lejos de permanecer absortos contemplando nuestro ombligo debemos tomar distancia y comportarnos como hacían los estoicos. Pero hay equipos de investigación, señor Miguel, que no se miran el ombligo, pero que se pasan las horas observando como gira la pelambre en nuestra cabeza.
Gracias a estos estudios sabemos, por fin, por qué el rizo de Estrellita Castro -artista de la España pobre y campesina- giraba a la contra y sin sentido, y por qué el rizo de Rosalía -actriz, empresaria, icono del estilo y musa de las generaciones Z y millennial- que lució en el desfile de Dior en París, lo hace como mandan los cánones.
Para que luego digan que hay inventos que no sirven para nada.