Había una vez…
(31/08/2024) Mientras el maestro les leía el cuento de Caperucita Roja como dictan los nuevos tiempos: el lobo era un peluche tierno y amoroso, la Caperucita una niña presumida e irresponsable y el cazador un maltratador de animales, saltó el titular: “Países Bajos pide no entrar en un bosque de Utrecht tras los ataques de un lobo a varios niños”.
“Son ataques constantes” añadían las autoridades que recomendaban a quienes se topasen con la fiera aplicar el siguiente manual de instrucciones “no huyas, hazte grande, haz gestos o ruidos y camina lentamente hacia atrás, porque el animal muestra un comportamiento atípico y perturbador”. Y hasta aquí la cita.
A la espera de que un cazador competente capture a la alimaña, los habitantes de Utrecht se preguntan si no habrá llegado el momento de revisar las películas de Disney donde los animales se muestran tan buenos y cariñosos que a todos, niños o adultos, nos entran unas ganas irrefrenables de besarles en los morritos.
Resulta que el lobito suave y bonachón que decía el maestro es ahora un animal que muestra un comportamiento “atípico y perturbador” sin que se sepa muy bien a qué se refieren tan singulares adjetivos. Porque hasta hace pocas fechas era creencia común que los lobos solían mostrarse fieros y peligrosos sin que por ello a nadie se le ocurriera pensar que su comportamiento había degenerado en locura.
Y es que hemos pasado del “¡qué viene el lobo!” de aquel pastor bromista que asustaba a los vecinos de su aldea, al lobo de Caperucita Roja, entre truhan y malvado, para terminar con el lobito bueno hecho poesía por José Agustín Goytisolo y que nos cantaba Paco Ibáñez cuando la Transición: “había una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos”.
Los cuentos, que tenían la función de reflejar las dificultades y peligros a los que tendríamos que enfrentarnos a lo largo de la existencia, se han descafeinado en estos tiempos de buenismo Disney y los niños cruzan los bosques de la vida tan campantes, con nocturnidad y alevosía, y luego pasa lo que pasa.
Decía el premio nobel de literatura Octavio Paz que “la política revolucionaria no puede hacer de los lobos corderos”. Disney y Goytisolo, tampoco.
La loba Luperca que era una diosa silvestre a la que invocaban los pastores del Lacio para proteger a sus rebaños de los lobos y que amamantó a Rómulo y Remo, padres del imperio romano, es ahora una loba deprimida que se aburre en los bosques de Europa y muestra sus colmillos.
Porque la naturaleza no es un cuento infantil ni entiende de mitologías. Asómense ustedes a los documentales de la 2 y comprueben que, a pesar del antropomorfismo (los locutores dan cualidades humanas a las bestias y hablan de amor, bondad, valor, traición, etc., entre ellas), a nada que se fijen verán casos de canibalismo entre las especies, pajarillos que matan a los más débiles arrojándolos del nido, machos o hembras negligentes que no cuidan a sus crías y águilas que alimentan a sus aguiluchos con lindos gatitos. Casos que van más allá de la depredación, pero que tienen una explicación biológica y que no deberían escandalizar a la parroquia, como tampoco debería alarmar que un lobo de vez en cuando saque a pasear su instinto y se dedique a devorar infantes.
Pero se ha impuesto la “mentalidad Disney” como dije: nada de lobos malvados, tiburones asesinos o hienas traidoras, hay que revisar los crueles cuentos de otros tiempos y dar achuchones a esas criaturas que comparten con nosotros la existencia.
Debemos volver al hermano lobo de Francisco de Asís, dicen unos, hay que amar a los animales, concluyen otros, pero en la vieja Europa ya se oyen las voces del pastor bromista que mirando hacia el este grita horrorizado “¡que viene el lobo!”, “¡que viene el lobo!”, sin que nadie le escuche.
Ese lobo del cuento que devoraba a los niños era la encarnación de los males que nos acechaban en el bosque de la vida, la representación de nuestro lado más oscuro, la constatación de nuestro instinto depredador contra los miembros de la especie.
Lo sabía muy bien el comediógrafo aquel que escribió en una de sus obras homo hominis lupus (el hombre es un lobo para el hombre). Se llamaba Plauto y lo dijo en el siglo III antes de Cristo.
Ese hombre lobo que ha ocasionado guerras y desastres sin fin, ese licántropo contra el que nos prevenían los cuentos de siempre es ahora un lobito bueno que sale en los noticiarios abrazando niños, pero que esconde bajo sus zarpas armas de destrucción masiva. ¡Que viene el lobo!