El turista un millón
(10/08/2024) La noticia ha corrido como la pólvora escandalizando por igual a propios y extraños: “jóvenes airados atacan con pistolas de agua y carteles de “go home!” (¡vete a casa!) a un grupo de turistas que cenaban en una terraza de Barcelona”.
De no verlo, no creerlo. De recibir al turista “un millón” en la escalera del avión, con bandas, flores y trompetas,hemos pasado a dispararlos con pistolas de agua para que se vayan y no vuelvan. La gallina de los huevos de oro con la que matamos el hambre y el atraso allá por los sesenta -el turismo- se ha hecho vieja y ya no sirve ni para hacer un mal caldo.
Se ha abierto la veda y no sabemos cómo acabará la fiesta. La caza al turista se ha iniciado y, al paso que vamos, acabará imponiéndose como modalidad deportiva en los próximos juegos olímpicos. Entre las modalidades de tiro deportivo -tiro al plato o tiro al vuelo- se incluirá el tiro al turista una vez que se haya identificado convenientemente, algo que no será nada fácil. Porque aquella turista veinteañera, rubia y cinematográfica que descendía del avión para ser agasajada por el ministro del ramo, es hoy una jubilada manchega que ha ahorrado lo suficiente como para poder visitar la Sagrada Familia y que nunca sospechó que sería recibida a tiros (de agua).
Y es justo aquí, en este pequeño detalle, donde radica el problema: ¿cómo identificar al turista que ya no es rubio, ni nórdico?, ¿cómo identificar a quien es uno de los nuestros tomándose una caña en cualquier bar? La universidad de la xenofobia, que cada vez cuenta con más alumnos, está dando cursos a los nativos para que no malgasten munición ni ocasionen víctimas por “fuego amigo”: al turista, les dicen, se le identifica porque habla distinto -en guiri o con deje provinciano- y suele ir perdido mientras abre un plano o sigue la línea que le marca su móvil. El turista es el forastero de siempre que, cuando llegaba a cualquier pueblo a bailar con la más guapa, le tiraban al pilón.
Las próximas guerras civiles ya no serán entre desarrapados y caciques, sino entre los oriundos de cualquier lugar y quienes descienden de los aviones para invadir sus callejas.
Los iberos que hemos soportado todas las invasiones -fenicios, griegos, cartagineses, romanos, árabes, franceses…- nos resistimos a este nuevo desembarco que no es el de Normandía, pero casi: la de millones de turistas que vienen a divertirse donde los demás trabajamos y que, según clama la demagogia, encarecen el pan, el agua y la vivienda.
“¡Aquí, no hay quien viva!” gritan los “antiturismo” hartos como están de tanto crucero, de tanto evento artístico o deportivo, que atrae multitudes y hacen invivible su ciudad. “¡No somos guirilandia!”, vocean los aborígenes con la convicción, cada vez más firme, de que están siendo invadidos por un ejército.
“Las ingentes sumas de dinero que produce la industria ya no llegan al vecino de a pie, que debe lidiar con el caos cotidiano” aclara Verónica Chiaravalli en un artículo que publica en La nación. Luego habla de un hostigamiento odioso, de imágenes perturbadoras, de turistas acorralados por grupos enardecidos que los disparan con pistolas de agua, arruinándoles almuerzo y verano.
Ya lo sabe, amable lector, no cometa usted el error de ser “turista”. Sobre todo, no cometa el error de parecerlo. Disfrácese de lugareño, no abra el pico y pase desapercibido. Nada de ir en bermudas y con chancletas, desestime todo lo que pueda aproximarlo a un guiri, aléjese del chiringuito y si puede visite las playas en invierno.
No le aseguro nada, pero es posible que esa banda enardecida que le atosiga con saña en el verano se haya ido de crucero con los fríos, se haya apuntado a cualquier tour turístico o haya acudido a presenciar unos campeonatos de esquí en los Alpes y le dejen en paz.
Como cantara el poeta de Fuente Vaqueros, el toro de la reyerta se está subiendo por las paredes y los ángeles ya portan alas de navajas de Albacete, mientras que quienes tienen que poner remedio miran para otro lado porque, según dicen, es cosa de una minoría y aún no llega la sangre al río.
Cuando ocurra el desastre, que ocurrirá, (casi todo lo que puede suceder termina sucediendo) mirarán para otro lado y volverán a emular al poeta sentenciando: “aquí pasó lo de siempre. Han muerto cuatro romanos y cinco cartagineses”. Y aquí paz y después gloria.
A la trashumancia obligatoria y sin sentido que es el turismo, al desarraigo preceptivo que es el veraneo, a esa saturación de movimientos que es cualquier viaje, le ha salido un grano en salva sea la parte. Al “turista 1.999.999” que cantaban Los Stop allá por los sesenta, además de no tocarle el primer premio le disparan como a pichón en caseta de feria. Nos estamos dando un tiro en los pies.