Abandonado en la acera

larra

(30/08/2022) Tiré el cartón en el contenedor y lo vi. Abajo, a los pies del recipiente azul, en la acera, colocado con algún cuidado, alguien había abandonado un libro.

 Y digo abandonado porque me recordó, salvando la enorme distancia, a aquellos niños que  madres desesperadas arrojaban de su vida miserable para que tuviera un futuro mejor. A los recién nacidos que se abandonaban a la entrada de las casas principales, o de los tornos de los conventos o de algunas iglesias, esperando que alguien los acogiera y los apadrinara.

 No era la primera vez que me ocurría.  Recuerdo otra en la que, lejos de tratarse de un solo ejemplar, me topé con más de una docena apilados junto al contenedor y a los que manos curiosas de sus títulos o de su contenido habían desparramado por el suelo.

 Ver solo un ejemplar lejos de amortiguar el golpe, ahondó, por momentos, la sensación de abandono.

 No sé si existe algún estudio o tesis -ahora que todo se escudriña con la lupa del saber-, sobre el abandono de libros, sobre quiénes lo hacen y por qué, pero no estaría mal que alguien lo intentara para saber qué motivos llevan a sus propietarios a arrojarlos al suelo cuando podrían entregarlos a un librero de viejo o donarlos a cualquier biblioteca municipal.

 Queriendo saber más sobre el asunto meto en el buscador  “libros en el contenedor” y la primera entrada que me proporciona es “¿En qué contenedor se tiran los libros?” seguido de la frase “Que los libros pueden depositarse tranquilamente en el contenedor azul”.

 Me llama la atención lo de “depositarse tranquilamente”. Dudo que cualquier amigo de los libros, que cualquiera que los haya comprado para su lectura, pueda depositarlos “tranquilamente” en el contenedor. Al contrario, me lo imagino, como aquellas madres de las que les hablé más arriba, vigilando ansioso desde la esquina del dolor y de la noche si su retoño (su libro) es aceptado o no por algún viandante.

 Me agaché hasta el suelo para ver la portada. Sobre un enorme círculo oscuro destacaba el retrato de una joven con dos hermosas trenzas. Sobre el círculo el título y el autor: Artículos. Mariano José de Larra. Y bajo el mismo un pistolón humeante -triste alusión al suicidio de Larra- y un aparato decimonónico que no he logrado identificar (¿un quinqué, tal vez?).

 Lo rescaté con ciertas precauciones -en esta época post pandémica uno ve virus por todas partes-

y me lo llevé para casa. Enseguida comprobé que se trataba del número 17 de la Nueva Biblioteca Didáctica dirigida por Ángel Basanta, con edición, introducción, notas y orientaciones para su estudio de Antonio Díaz Blázquez y con ilustraciones de José María Ponce.

 Si como diría Ruiz Zafón “cada libro tiene alma. El alma de quien lo escribió y de quienes lo leyeron, vivieron y soñaron”, aquel libro llevaba el alma de Mariano José de Larra y de los que lo leyeron antes de abandonarlo, pero también el alma de quienes lo soñaron: Ángel Basanta, Antonio Díaz Blázquez, José María Ponce…

 Sigo las entradas  que me ofrece el buscador. La segunda habla sobre “ideas para reciclar libros” y en las líneas que introducen el artículo asesora “Recicla los libros tirándolos en el contenedor azul. Cuando los libros ya han dado todo de sí y no pueden seguir entreteniendo a los lectores…”. Y esta vez -y salvando de nuevo las distancias- me acuerdo de los viejos arrojados de sus casas cuando “ya han dado todo de sí” y ya no aportan nada. ¿Nada?

 Pero la tercera entrada es la que más me impresiona por lo que oculta en sus puntos suspensivos. Dice así: “¿A qué contenedor hay que tirar los libros? Hay libros que se merecerían ir a parar al contenedor gris porque no tienen…”.

 Ante la duda sobre qué es lo que no tienen los libros que deben ir al contenedor gris, pincho en la entrada y me topo con un artículo en el que, entre otras reflexiones, dice “Hay libros que se merecerían ir a parar al contenedor gris, porque no tienen ningún valor y no se puede aprovechar nada de ellos”.

 Lo de “libros sin ningún valor” y de que “no se  puede aprovechar nada de ellos”, vuelve a martillear mi conciencia lectora. Mi librofilia.

 Soy de los que piensa que todo libro -esa escultura perfecta por la que pasa el tiempo- encierra algún tipo de verdad. Soy de los que creen que no hay que abandonar a nadie. Tampoco a los libros. Porque ojear un libro, tan solo ojearlo, -Borges dixit- es una forma de felicidad.



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