A flor de piel
Esa naturaleza “éticamente tensa” de los orígenes de dicho libro está bastante clara para los investigadores: su primer propietario, el médico francés Ludovic Bouland lo encuadernó con la piel de una mujer desconocida que habría muerto en un hospital psiquiátrico. El galeno, orgulloso de su propiedad, insertó una nota manuscrita que decía “un libro sobre el alma humana merecía tener una cubierta humana”.
La investigación sobre el ejemplar se llevó a cabo el año 2014 y fue calificada por los responsables de Harvard, en una nota que luego fue eliminada, de “buena noticia para los aficionados a la bibliopegia antropodérmica, bibliómanos y caníbales, por igual”. Palabras que escandalizaron a muchos y siguen haciéndolo en los tiempos revisionistas que estamos viviendo.
La “disposición final respetuosa” parece ser que consistirá en enterrar la piel en algún lugar de Francia que aún se está estudiando en reuniones sin término.
Esto de enterrar los libros, aunque solo sea su encuadernación, produce cierto vértigo y dan la razón a Friedrich Nietzsche, el filósofo prusiano que terminó sus días también en un psiquiátrico y que escribió aquello de “¡que entierren los libros…esos sarcófagos y sudarios!”.
Abierta la Caja de Pandora han salido informes que muestran lo que dicha universidad esconde bajo la alfombra: se han identificado más de veinte mil restos humanos en sus colecciones, entre ellos restos de unos 6.500 nativos americanos, así como de 19 personas de ascendencia africana que podrían haber sido esclavizadas. No va a haber cementerio para tanto muerto.
Y como lo que fluye en el imperio termina desembocando en las colonias, las bibliotecas de medio mundo revisan sus catálogos para lavar su cara y esconder a sus muertos. Sus incunables y sus pergaminos están ya en la mesa de operaciones. Y no solo por los restos humanos que puedan esconder -tratados de anatomía forrados con la piel del cadáver diseccionado, testamentos forrados con la piel del testador, copias de procesos judiciales forradas con la piel del condenado-, sino por el de los animales sacrificados para hacer tantos pergaminos -corderos, terneros, cabritos- que ya están en el punto de mira de los animalistas.
Análisis científicos tendrán que dictaminar qué volúmenes se confeccionaron con piel animal y cuáles con piel humana. Y luego a enterrar a cada cual en su correspondiente camposanto.
“¡Tienen razón los de Harvard!, ¡a enterrar tanta perfidia!” -claman muchos. Pero la razón, según dijo el filósofo y erudito italiano Giacomo Leopardi “es a menudo una fuente de barbarie y, en exceso, siempre lo es, porque la razón para ser humana debería arrojar luz y no provocar incendios”.
Los libros, esos miradores escritos sobre abismos que exploran las profundidades del corazón humano, se están leyendo con lupa detectivesca para encontrar pruebas que los delaten. Y el olor que emana puede ser la prueba definitiva.
Al olor dulzón y añejo del pergamino tan cotizado por los coleccionistas del libro, le quedan cuatro días. Esos olores pueden delatar orígenes oscuros, manipulaciones bastardas, historias perversas que no aguantarán la inspección de los nuevos inquisidores.
Sabíamos que los libros atesoraban sabiduría, experiencia, consensos y, según afirmaban muchos, capacidad sanadora. Pero hoy sabemos que nadie, tampoco el libro, es inocente. Que cada cual esconde un lado oscuro, cierto olor a podrido.
“L´amour deploie nos ailes pour un vol sublime, c´est la premiére station vers Dieu” (El amor extiende nuestras alas para un vuelo sublime, es la primera estación hacia Dios) escribió el susodicho Arsène Houssaye junto al título del polémico libro usando una frase de Miguel Ángel. Palabras hermosas que, según creían los griegos, eran capaces de llevar serenidad y purificar el alma. Pero faltaba la encuadernación de un médico francés que soñó que “un libro sobre el alma humana merecía tener una cubierta humana”.