El botón de Fosse

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(20/11/2025) No se sabe muy bien por qué nos encanta la comida picante incluso cuando “duele” comerla. Lágrimas, sudores, irritación, malestar, son señales de los intentos de nuestro cuerpo por expulsarla, pero, aun así, hay quienes disfrutan al hacerlo.  Ahora quiten ustedes lo dicho sobre la “comida picante” y pongan “conductas extravagantes” y comprueben que la ecuación sigue funcionando.

 Otro ejemplo: háganse ustedes un bocadillo con el mejor jamón ibérico y no pasará nada, pero háganlo de paella, como acaba de hacer un británico, y conseguirá el sueño al que aspiran tantos internautas: hacerse viral en las redes.

 Así somos: vende más lo estrambótico, lo estrafalario, lo excesivo, lo escandaloso, lo raro, lo provocativo, lo picante …

 Es la sociedad del espectáculo, que diría el gran Vargas Llosa, en la que llevamos tiempo sumergidos y donde apenas tiene cabida lo convencional, lo sensato, lo normal. “Hoy la Política es un espectáculo, la prensa es chismografía y el sexo es un deporte desprovisto de erotismo” señaló el nobel. Y sí, si nos acercamos a cualquier pantalla vemos que estas se alimentan de toda una fauna de provocadores elegidos con suma pericia por los mandamases de los medios para ofrecernos el mayor espectáculo del mundo.

 La cultura en general se dedica desde hace tiempo a convertir la paja del espectáculo en oro. Como en aquel cuento de El enano saltarín que leímos en la infancia. Recuerden sin ir más lejos la famosa obra Girl with Ballon (niña con globo) del artista urbano Bankis. Cuando alcanzó el récord del artista, 1,2 millones de euros en el año 2018, se activó una trituradora que destruyó la obra en directo. Tres años después los fragmentos volvieron a ser subastados cerrándose la puja en 21 millones de euros. El “espectáculo”, cual otro “enano saltarín” de los Hermanos Grimm, había multiplicado por veinte su valor convirtiéndolo en “oro”.

 La provocación y el desmadre, en cualquier ámbito cultural, es la ensalada que logra que todo funcione. Angélica Liddell -atrevida perfomance- lo sabe y ha escrito un libro, Cuentos atados a la pata de un lobo, que “exuda miedo, sangre, sudor y heces” según refiere la crítica literaria Begoña Méndez.

 Por eso, ante tanta provocación y tanto picante, uno busca obras en las que no pase nada, o mejor, en las que no pasando nada esté pasando todo, como en Los domingos, película donde Alauda Ruiz de Azúa nos sumerge en una historia llena de reflexiones y detalles. O como en Vaim la última obra del Premio Nobel de Literatura, el noruego Jon Fosse, donde el protagonista de la historia, un tal Jatgeir, se dedica a buscar un comercio donde comprar hilo negro y agujas para coserse un botón. Eso es todo. A través de la búsqueda de algo tan insignificante -aguja e hilo-, Fosse crea una novela sobre lo confuso del vivir, sobre lo enigmático de nuestras acciones, tan absurdas, a veces.

 Puede que estemos ante un cambio de tercio, como dicen los taurinos. Que cansados de tanta movida y tanto escándalo volvamos a la vida sosegada, a la calma, al silencio. A películas que requieren tiempo para ser contadas y que llevan la reflexión y el sosiego como marcas de la casa. A buscar cómo coser un simple botón y disfrutar con ello.

“En el Museo del Prado hay que buscar el aroma del silencio, la austeridad, la calma. Ese aire monacal que tiene el silencio… El silencio es un diálogo, rozando en lo divino. Te explica lo que no puede explicar ningún idioma, amplifica la razón, es como un diamante que hay que cuidar como se cultivan las flores de un jardín”, reflexiona el pintor tinerfeño Cristino de Vera en línea con lo que les estoy comentando.

 Pero también puede ocurrir que nos aburra el silencio y que la meditación nos escandalice y que, necesitados de emociones fuertes, volvamos a las pantallas llenas de vocingleros que todo lo saben y todo lo gritan, de salidas de tono para escandalizar a la audiencia, de atrevidos que emplean cualquier argucia para hacerse virales en las redes hartos de que nadie les haga caso

 Aunque, tal vez, la realidad sea más simple. Que no estemos preparados ni para el aburrimiento ni para que nadie nos haga el menor caso. Que estemos programados para sumergirnos en la extrañeza que ofrece lo raro. Por lo que, llegados a este punto, habría que reivindicar, una vez más, la virtud de un término medio (in medio virtus) que nos permita asomarnos, de tanto en tanto, desde la calma de su centro al abismo fascinante de los extremos.



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