La juventud y la vergüenza

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(28/02/2025) Esa constante búsqueda del ser humano que iniciaron los griegos para lograr la ausencia de dolor en el cuerpo y turbación en el alma, ha pasado en nuestro tiempo a una búsqueda más ancestral que ha impregnado e impregna nuestras células desde que nos supimos mortales: la búsqueda de la eterna juventud. Ahora que ya vivimos bien, dicen muchos, hay que vivir más y para conseguirlo habrá que doblegar a esa edad que nos señala el siempre certero calendario.

 “Vida. Vida es ser joven, no más”, dijo en su día el poeta Vicente Aleixandre. Frase que está muy bien, pero con la que no están de acuerdo muchos jubilados que han encontrado que también hay vida más allá de la empresa, mientras corren como niños al aeropuerto para jugar a los turistas.

 La fuente de la eterna juventud, tan buscada desde la antigüedad, pasa en nuestros días por hacerse un tratamiento genético y lograr que la edad biológica venza por goleada a la de nuestro pasaporte, a esa que marca, inexorable, el reloj de nuestro nacimiento.

 Utilizando máquinas y pruebas sofisticadas, en los que la IA cumple una labor nada desdeñable, los centros de tratamiento de medio mundo prometen el sueño de la eterna juventud mediante programas costosos y personalizados que, de momento, solo pueden pagar unos pocos.

 “Tiene usted una piel de 43 años, un tono muscular de 51, pero un documento de identidad que señala 57” le indica el terapeuta al multimillonario durante un chequeo ocasional. “Pues haga usted mi mapa genético, lo estudie y actúe en consecuencia”, le ordena este con la autoridad que da el dinero. Y entonces comienza el tratamiento “epigenético”, ese tratamiento de verdad que va por fin al grano y no a la paja, esa terapia que estimulará su regeneración celular y reducirá, por fin, la arterioesclerosis a la que le han llevado sus muchos años como corredor. Como corredor de bolsa, se entiende.

Cardio, yoga y meditación eran los talismanes, las herramientas sagradas, que hasta hace cuatro días se trabajaban en los centros de salud cuyos profesionales, obsesionados en que cambiaras tu estilo de vida, examinaban tu piel, tus arterias, tu densidad ósea y tu capacidad muscular, para recordarte, finalmente, que todo venía de tu mucho estrés y de tus desenfrenos.

 Pero hay quien huye de tanto yoga y tanta meditación y apuesta por ir al meollo del asunto, como les dije, a los genes heredados del abuelo, responsables de ese cuerpo en derrumbe que, por mucho que lo machaques en el gimnasio, no evita que el amigo misericordioso te diga “pues parece que tienes 67” cuando le confiesas que acaba de cumplir los 68. El tratamiento epigenético a la carta es la solución. Ya lo decían nuestras abuelas cuando señalaban a la que mantenía la piel tersa y el pecho alto a pesar de los años: “esa tiene muy buena genética”.

  Basta de someterse a periodos de ayuno y de recorrerse todos los balnearios de Asia. La clientela adinerada ha encontrado por fin “el dorado” y está eufórica ante esa eterna juventud que les prometen. Y todo por una bagatela económica (para ellos) y unos días de hotel en locales que son un híbrido entre centro de belleza, club deportivo y centro de bienestar. Plutócratas y epulones se hacen guiños cómplices a la salida del Centro Epigenético. Saben que vivirán más que sus nietos pobres, esos que acuden todos los domingos al gimnasio para rezarle al dios de los desheredados.

  Hay un mundo envejecido y con sobrepeso, adicto a los psicólogos y a las compras de dos por uno, que anhela una juventud eterna para seguir calzando zapatillas deportivas y saciando su sed a base de bebidas energéticas. Viejos, avergonzados de serlo, que acuden a la Maison Epigenetic de París en busca de las aguas mágicas que revierta el inexorable proceso que conduce a la parca.

 Nicanor Parra, poeta e intelectual chileno que alcanzó los ciento tres años, respondió en cierta ocasión a los muchos periodistas que se interesaban por el secreto de tan larga vida: “¿secreto de juventud? La buena vida y la poca vergüenza”.  Frase digna de meditación sobre todo si viene de un Premio Cervantes que fue postulado a Premio Nobel de Literatura en varias ocasiones.

 Pero a uno que no termina de convertirse en un sinvergüenza por mucho que lo intente -quizá por insuficiencia genética heredada de algún bisabuelo-, le va mejor consolarse con lo que dijo David Trueba: “El elixir de la eterna juventud debería consistir en mantener el entusiasmo, las ganas de descubrir cosas, la curiosidad y el deseo de aprender”. Esto, o mirarse en el espejo cada mañana, y con la valentía que da el horror, gritarse aquello con lo que Federico II de Prusia arengaba a sus oficiales más cobardes para que entraran en combate en la batalla de Leuthen: “¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?”.



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