Bares para desconectados
Distintos estudios estadísticos interesados en conocer la condición humana aseguran que el porcentaje de gente rara que vive entre nosotros es de un uno por ciento.
Sale usted a la calle y allí de cada cien personas que se le cruzan, mientras cumple con el ritual médico del paseo, hay uno que se sale de lo normal y que podría ser tachado de rarito.
Y no, no estamos hablando aquí de aquellos que, como les comenté en un artículo anterior padecen síndromes de lo más extraño; tampoco de aquellos que sufren enfermedades raras o de quienes tienen unas condiciones biológicas que pueden ser consideradas como trastornos -asexuados, afantásticos, hiperlaxos, etc.- que también son un uno por ciento, sino de aquellos que simplemente se salen del carril marcado y que ya desde su más tierna infancia fueron calificados de raritos por el resto de la clase: “es más raro que un perro verde” decíamos entonces.
Hablamos de esas personas con tendencia a salirse del redil, a romper el comportamiento que sigue el rebaño, de esos que, mientras sus congéneres braman ante una final de la Liga de Campeones, permanecen aislados en su cuarto tocando el piano; o de quienes mientras los demás se afanan por socializar en Internet enredados en todas las redes, prefieren tomar aguja e hilo y ponerse a hacer punto.
Va usted a un bar y los raros, a nada que se fije, le saltan a la vista. Suelen estar con un libro en la mano, unos, o hablando con su pareja o con sus amigos, otros, mientras los “normales” se dedican a mirar hipnotizados el móvil moviendo convulsivamente el índice.
Pero estos raros de los bares, estos excéntricos del café mañanero ya no tendrán que sufrir que la masa de conectados les señale con el dedo o les echen en cara su rareza. Ya hay cafeterías que acogen a esta especie en peligro de extinción, a estos extremófilos del planeta Tierra.
Todo empezó en Ámsterdam de la mano de tres veinteañeros holandeses que, preocupados por la telaraña digital que condicionaba y erosionaba sus relaciones, decidieron fundar el The Offline Club (el Club de los Desconectados), un bar como aquellos de cuando no había Internet, donde la gente puede dar rienda suelta a su creatividad y a sus rarezas sin que la señalen con el dedo. Bares para leer, hacer manualidades, jugar a las cartas o al parchís, tocar el piano, hablar con el vecino y estudiar a libro abierto (sin ordenadores). Bares para fomentar la paz mental y la imaginación, dicen.
Al parecer el fenómeno se ha extendido a ciudades como Utrecht, Nimega y Haarlem que, además de ofertar este tipo de bares, organizan eventos como música en directo, comida en grupo y escapadas de fin de semana para disfrutar de la naturaleza. Fines de semana off-line para huir del mundo digital y tener reuniones cara a cara como hacían sus abuelos allá en la prehistoria.
A la espera de que estos bares de desintoxicación lleguen a España, los raritos de aquí esperan desenchufados el milagro como aquellos personajes de Samuel Beckett que esperaban a Godot. Lo hacen leyendo ensimismados al escritor Roberto Wong autor de Paris D.F que hace tiempo afirmó que “las redes sociales son la hiperconexión, una manifestación histérica y narcisista de la soledad; vivimos coleccionando likes pero somos incapaces de levantar el teléfono y decirle a un amigo ¿cómo estás?”.
Mientras sufren tanta rareza los “normales” del mundo se llevan las manos a la cabeza clamando a los cuatro vientos cómo puede alguien llegar a pagar -hasta ocho euros cuesta la entrada en dichos establecimientos- por sentarse leer, a jugar o hacer punto cuando lo pueden hacer en su casa. “¡Ay si nuestros abuelos levantaran la cabeza!”, gritan escandalizados.
Escandalizados o no, un hecho salta a la vista: los retiros digitales para desconectarse están aumentando y ya hay varias organizaciones -Power Haus, Off the Radar, etc.- que están trabajando en el asunto.
“¡Está en juego nuestro desarrollo socioemocional, la conexión con nosotros mismos y con los demás, las conexiones auténticas y no solo las virtuales!”, claman los unos; “¡el mundo virtual ha llegado para quedarse y encierra enormes posibilidades, renunciar a él es volver hacia un pasado oscuro y tenebroso!”, exclaman los otros.
Y mientras se enzarzan en esta interminable pelea de gallos de “pantallas sí o pantallas no”, nadie se acuerdo de los antiguos griegos.
Aquellos raritos de la Hélade llevan más de dos mil años gritando lo mismo: ¡Aurea mediocritas! (¡en el medio está la virtud!), pero nadie los hace caso. Hoy estarían filosofando en algún bar de Flandes.