La tarea soñada

jubilados

(10/10/2019) Tuvo, como tantos, miedo a la jubilación. Había oído tantas veces aquello de “tienes que hacer algo, salir de casa, no te quedes planchando el sofá” que estuvo dándole vueltas y más vueltas a la mollera, justo antes de despedirse del curro, sobre qué actividades llevaría a cabo en el largo tiempo de ocio que se le echaba encima.

  Había barajado muchas opciones, a cual más sanas y saludables, antes de tomar la definitiva: que si ir a bailes de salón (según decían era una actividad muy recomendable para las piernas, el corazón y la memoria), que si acudir a cursos de cocina para aprender a hacer distintos platos (siempre deseó aprender a hacer una paella como Dios manda), que si sentarse a leer el periódico en la biblioteca del barrio y de paso disfrutar con algún libro,  que si pasear la ciudad como recomendaban los médicos (primero el propio barrio, luego los adyacentes para terminar en el extrarradio), que si acudir al gimnasio para quitar barriga, que si hacer deporte, que si jugar a la petanca, que si practicar la natación, que si ir a la Universidad para Mayores,…

  Y la verdad es que todas le parecían saludables, prácticas y recomendables, pero él necesitaba algo distinto. Algo que no tuviera que ver con las ansias de rejuvenecer de los cofrades del deporte, algo ajeno a los bailongos que pretenden emular a Fred Astaire y Ginger Rogers, algo diferente a querer calzarse de repente varios doctorados…

 Y no es que tuviera nada en contra de esas actividades. Al contrario. Las consideraba dignas de ser practicadas y a quienes se matriculaban y perseveraban en ellas unos auténticos héroes. Pero él quería algo distinto. Algo diferente aunque, de alguna manera, también desarrollase esas actividades tan necesarias para mantenerse y sentirse vivo. Algo que aunara el paseo con el placer, sin menoscabar el trabajo intelectual y memorístico que ofrecían los ejercicios que practicaban sus amigos. Algo que tampoco desdeñara el goce de paladear un excelente vino en una buena mesa.

 Y se puso manos a la obra en la búsqueda de la dichosa actividad que le sacase del tedio y del sofá.  Hasta que dio con ella. Era la tarea soñada, una actividad que le permitía caminar y acudir cada día a lugares distintos (no hay peor cosa, cuando se tiene cierta edad, que caer en la rutina de ir siempre a los mismos sitios o sentarse en el mismo banco para dar migas de pan a las mismas palomas), una labor que exigía un control memorístico e intelectual (para que el señor Alzheimer pasara de largo y sin conocerle), una ocupación que tenía su lado humano pues exigía el trato con  distintas personas y un interés por la actividad que desarrollaban, un cometido, en fin, que no estaba reñido con el paladar y el vino.

  Al principio le costó coger el ritmo e incluso tuvo que dar más explicaciones de las convenientes a quienes no entendían muy bien lo que hacía, pero lejos de caer en el desánimo, todas las mañanas salía de casa con lo necesario para llevar a cabo su tarea: cuaderno, bolígrafo y unos pocos euros en el bolsillo (añádase también ganas de aprender y de pasarlo bien).

 Y al volver, tras el duro y satisfactorio trabajo de campo (y que valga la contradicción), se entregaba a trabajos de catalogación y estadística. Confeccionaba planos y ejes de coordenadas y ordenaba en una tabla periódica los registros que le aportaba la tarea diaria. Tachaba los lugares visitados y planificaba la próxima visita, siempre poniendo mucho cuidado en cubrir totalmente todos y cada uno de los locales de los barrios.

 Pensaba que cuando la ciudad hubiera quedado perfectamente catalogada en su estudio, continuaría con la ciudad más cercana para luego continuar con las siguiente, y luego con la siguiente, hasta cubrir todo el mapa de España en un estudio comparativo que daría para varios trabajos estadísticos y, tal vez, hasta para acudir a algún programa de televisión interesado en sus pesquisas.

 Yo, que esto escribo, puedo dar fe de su actividad y de la gran profesionalidad con la que llevaba a cabo su empresa.

 Tomaba mi café como cada mañana, cuando lo vi entrar. Era un hombre jovial y alegre con aire de interventor. Dejó cuaderno y boli sobre la barra y pidió un vino y un pincho de tortilla de patata.

Tras saborearla lenta y reflexivamente, acompañando cada porción con un trago, abrió su cuaderno y anotó una cifra seguida de un comentario, a continuación llamó al camarero y le explicó: “mire usted no es la mejor que he probado, pero tampoco la peor, casi diría que está entre las diez mejores, quisiera hablar con la persona que ha hecho esta maravilla”.

Luego, como si se tratase de un auditor de bares, añadió: “Soy catador de tortillas de patata”.



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