Victimismo

(30/4/2008) Hay una tendencia innata en el ser humano que le predispone, de forma más o menos tenaz, a considerarse víctima de todas las injusticias, blanco de todos los desafueros y carne de cañón de todas las deslealtades y atropellos.
Es como si para sobrevivir a las sinrazones y perplejidades de nuestra propia miseria, al tedio de nuestra mediocridad, a la vergüenza de nuestras cobardías, nuestro cerebro hubiera desarrollado desde la noche de los tiempos mecanismos de defensa que buscan y encuentran culpables siempre en el exterior, en los otros, haciéndoles responsables de todos los males y desgracias que nos golpean con mayor o menor intensidad y virulencia.
Nadie es responsable de nada y todos “escurren el bulto” como vulgarmente se dice ante la desgracia o ante el mal funcionamiento de cualquier realidad en la que se halla involucrado. Así, si el medicamento no nos quita de una vez la maldita migraña, la culpa es lógicamente de los médicos que no dan de una puñetera vez con el causante de tantos dolores; pero si les preguntan a ellos, a los médicos, les dirán que es imposible trabajar en un sistema sanitario que es a todas luces tercermundista y que ellos son los principales perjudicados por el sistema. O sea víctimas.
Si la enseñanza va mal y eres padre, seguro que los causantes son los claustros de profesores, pero si eres profesor achacarás todos los males a esos padres que no educan convenientemente a su prole o a la misma administración que hace unas leyes  inaplicables. Si eres del equipo directivo seguro que la responsable es la administración educativa que no gestiona adecuadamente sus recursos y si eres administración los males serán achacables a anteriores gobiernos que no quisieron o no supieron dotar convenientemente de medios al sistema educativo.
Todos víctimas y nadie verdugos. Aquí cada hijo de vecino se mira en el espejo cada mañana y entona complacido el “sanferminero” ¡pobre de mí!, ¡pobre de mí! sintiéndose mucho mejor al haber encontrado a los verdaderos culpables de todos los desastres de su vivir incluyendo el careto que tenemos al levantarnos de la cama.
Y es que el quejoso, que alimenta sin cesar su yo resentido, llega a tener una percepción de la realidad bloqueada y distorsionada que le precipita sin remedio en la indignación constante, en el agravio comparativo, en la reivindicación desmedida y estéril, en la sospecha y en la envidia.
Arundhati Roy, autora y activista angloindia, ha estudiado el tema a fondo y ha quedado impresionada por la impasibilidad y vehemencia con que actúa el victimismo. Los occidentales, dice la autora, “ya sean mujeres, gerentes de empresa “quemados”, desempleados o escritores, se definen cada vez más por la tendencia a considerarse víctimas de los problemas sociales” y concluye asegurando que la verdadera libertad consiste en liberarse del papel de víctima.
Papel en el que hay que decirlo nos sentimos demasiado cómodos y que contribuye y no poco a la salud mental de cada cual. ¿Para qué sentirse verdugos y responsables con lo saludable que es sentirse víctima? ¡A la mierda la libertad, señora Roy! exclaman las pobres víctimas que cargan en sus espaldas con todas las injusticias del “mundo mundial” cómodamente instaladas en su particular martirologio.
Olvidan ¡ay!, regodeándose en el lamento y en el lloriqueo desmedido, que todos somos víctimas y verdugos de nuestra propia condición y que es necesario asumir la propia culpa para poder luchar por hacer una sociedad más justa donde determinados sufrimientos no encuentren lugar. Pero el olvido, queridos lectores, es otra forma de salud mental.



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