Vamos a la playa, calienta el sol

playa

(20/08/2020) Alguien tendrá que hacer algún día un profundo estudio para demostrar por qué esa tierra baldía y estéril -donde por no nacer no nacen ni los cardos-, tierra de nadie azotada por los maremotos y las galernas, frontera entre dos mundos -el sólido y el líquido- donde el sol te abrasa y el suelo te quema, desierto sin valor que heredaban los segundones para tener un lugar donde morirse de hambre,…alguien tendrá que explicar, repito, por qué ese borde yermo llamado “playa” lleva más de cien años siendo el oscuro objeto de deseo de tantos como ahorran durante todo el año para llegar hasta él cuando llega el agosto.

¿Será porque hay algo atávico en nosotros que nos hace regresar a los tiempos de cuando salimos del mar que fue nuestro útero materno?, puede.

¿Será porque añoramos al mono desnudo que una vez fuimos y queremos volver a ser para ver y que vean nuestro cuerpo glorioso (y no tan glorioso)?, tal vez.

¿Será porque anida en nosotros un deseo de llegar a los límites, a ese non plus ultra que nos confirma lo que ya sabíamos: que la tierra se acaba, que no hay vida  más allá de Benidorm?, quizás.

 Pero no me negarán ustedes que en la playa de nuestros deseos veraniegos, en el litoral húmedo de nuestros sueños vacacionales, se compendian, ¡ay!, todos los  engorros, todas las molestias, todos los fastidios  y que, glosando a Cervantes, más que el paraíso perdido, la playa es lugar donde toda incomodidad tiene su asiento (él hablaba de la cárcel).

  Qué les voy a decir que no sepan. Para empezar hay que pelearse para buscar sitio donde colocar toalla y sombrilla (logro que te hace propietario de un trozo de secarral), algo sencillo años atrás cuando “la playa estaba desierta y el mar bañaba tu piel” pero que ahora con la masificación y el COVID lo convierten en una aventura a lo Indiana Jones. Le sigue el ritual de embadurnarse de crema protectora, costumbre que está reñido con la arena playera que se te pega por todas partes y convierte tu cuerpo en una costra andante que rezuma grasa.  Luego, si sales airoso de estos inconvenientes y consigues por fin zambullirte en el agua, salada y con un extraño olor a pis, tendrás que cuidarte mucho de las medusas, pero también de las resacas que te llevan mar adentro, de las rocas que te cortan, de los barcos y surfistas que pueden arrollarte, etc…

 Por no hablar de los melanomas e insolaciones con los que te castiga un sol que es la vida del Planeta, sí, pero que se convierte en un asesino en cuanto pisas la playa.

 Pero poco importa. Es como si los de tierra adentro hubiéramos sido expulsados del paraíso terrenal, que debió ser un enorme arenal junto a los mares, para trabajar la tierra y la oficina y que cuando llega el verano buscásemos una franquicia de aquel paraíso volviendo al Edén para comer el fruto prohibido en un chiringuito, vestidos con taparrabos a lo Adán y Eva.

  Luego racionalizas el tema y resulta que de paraíso nada, que ese balcón al infinito que es la playa no siempre fue lugar de ocio y relajo sino refugio de monstruos marinos,  arribo de cadáveres que llegaban a ella tras los naufragios (y siguen llegando expulsados de las pateras), desembarco de piratas que mataban, violaban o hacían esclavos para venderlos en los mercados de Argel.

¿Qué pasó entonces para que ese borde a la nada tuviera tanto éxito?

 Pues que a cuatro aristócratas y a algún que otro rey les dio por ir a los balnearios situados junto al mar. Que a estos desocupados les siguió una burguesía que quiso hacer lo mismo, que continuaron cuatro famosos y poco después, hambrientos de glamour y status, el resto de los mortales. Así llegó todo. Imitando las formas de vida de los poderosos, queriendo hacer lo mismo que las celebridades, incluso quemándose la piel, como san Lorenzo en la parrilla, algo que hasta ese momento había sido cosa de jornaleros y campesinos que trabajaban de sol a sol.

 Hace tiempo que me cuido mucho de decir que no me gusta la playa. Cuando lo hice me encontré con miradas de misericordia, con gestos de padre perdónale porque no sabe lo que dice, con palmadas en la espalda y la cristiana recomendación de que asistiera a la terapia de algún psicólogo para tratar mi adición al interior, mi gusto por la sombra y el llano.

 Y aquí me ven, oprimido y olvidado, diciendo que me gusta la playa, que quiero ponerme moreno yendo a la orilla del mar. Mintiendo en silencio para no ser un raro, para no ser un marginado social. Cantando, como Daniel entre los leones, aquello de “Coge tu sombrero y póntelo, ¡vamos a la playa calienta el sol! Chiribiribi, popopompom, chiribiribi popopompom…”.



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