Sobre cenizos y aguafiestas

pesimista

(20/06/2018) Últimamente abundan los agoreros y los cenizos. Vayas donde vayas y escuches a quien escuches los espantagustos emergen a la superficie cual boya playera.

El cenizo, también conocido como aguafiestas o pesimista convulsivo es una especie invasora que se caracteriza por exacerbar todo lo negativo y que lentamente y sin que nos demos cuenta invade, para nuestra desgracia, parajes de la urbe que siempre fueron territorio de especies autóctonas.

Panaderías, cafeterías, peluquerías y salas de espera de cualquier tipo son colonizadas por los cenizos que se mueven en ellas como Pedro por su casa.

Han hecho su aparición para quedarse en las tertulias radiofónicas y televisivas, ecosistemas elegidos por los agoreros de todo tipo, alarmistas de profesión, que exageran y se regodean en todo lo negativo, vislumbrando tras cada noticia el apocalipsis que ya llegó, según dicen.

Estos especímenes del “mundo va mal” y “el barco se hunde” se alimentan de las noticias catastróficas que abundan en nuestro ecosistema y encuentran su alimento preferido en la crisis económica, en el sistema de pensiones, en el racismo nacionalista, en la llegada de pateras y hasta en el tiempo meteorológico que anuncia desde la pantalla la mujer del tiempo.

Entras tan tranquilo en el bar de la esquina y a nada que te esfuerces por encontrar al invasor de todo sosiego, al procurador de todo pánico, pronto lo atisbas junto a la barra. Allí, junto a otros tertulianos, el cenizo con pose histérico sienta cátedra sobre los males que nos acechan:

“Si sigue lloviendo, los hongos acabarán con el cereal y arruinarán las cosechas”, clama ante sus parroquianos que asienten sin encontrar argumentos que puedan contrarrestar tanta convicción y sin acordarse de que quien clama al cielo contra un tiempo tan lluvioso es el mismo que hace apenas unos meses clamaba contra la pertinaz sequía y el cambio climático  que ocasionaba el derretimiento de los polos.

Esta especie invasora ha eliminado a la autóctona, aquella que se movía en la mesura y en la vieja sabiduría de tertulia, en la sensatez que paría el refranero y que intentaba ver el lado positivo de la vida con frases como “siempre que llueve, escampa” o “no hay mal que cien años dure”.

Si se atreviera a intervenir para moderar tanta catástrofe, situando cada cosa en el contexto adecuado, el cenizo se le echará encima tachándole de mentiroso o de optimista irresponsable.

Estos derrotistas que gozan sádicamente ante cualquier mala noticia abundan en todos los oficios pero hay dos entre los que parece crecer con más lozanía cual amapola entre trigales: los periodistas y los escritores.

Los primeros, conscientes de que las malas noticias venden más que las buenas, nos bombardean cada día con Donald Trump, los nacionalismos tribales, el Brexit, el populismo… Saben que la exageración vende más que la mesura y que hay que difundir por doquier el temor, la preocupación y la amenaza para lograr más audiencia, más “me gusta” en las redes. Para difundir noticias desquiciantes y exageradas que se conviertan en virales.

El periodismo tiene un problema inherente: se concentra en acontecimientos particulares más que en las tendencias. Y le resulta más fácil tratar un hecho catastrófico que uno positivo” ha confesado recientemente el psicólogo cognitivo Steven Pinker.

Y los escritores lo mismo. En su columna diaria o semanal describen un mundo al borde del precipicio, un mundo que no hace más que empeorar y que está condenado fatalmente al desastre.    Lees la columna diaria de tu escritor favorito y no te quedan arrestos ni para levantarte de la cama. Todo son desafíos, dificultades, incertidumbres, corruptelas, populismos y malos augurios.

La cosa viene de atrás. Recuerdo a uno de los poetas más significativos del siglo XX, a Gil de Biedma, aquel que dijo frases tan celebradas como “que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”, pero al hacerlo no puedo por menos de pensar que el señor Biedma se portó como un auténtico cenizo cuando escribió aquello de “de todas las historias de la historia sin duda  la más triste es la de España, porque termina mal”.

¿A santo de qué acaba mal nuestra historia, señor Jaime?, ¿por qué solo acaba mal la nuestra y no la de otras naciones?, ¿acaso cree usted, como Francis Fukuyama, en el fin de la historia?

Y uno se pregunta una y mil veces qué diablos hemos hecho, qué pecado hemos cometido para merecernos a estos profetas de todas las plagas, agoreros de todos los males y de todas las desdichas, que nos arrojan cada día a los cascos de los caballos de los siete jinetes apocalípticos.

 



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