Sabrosas flores de acacia

acac

(20/05/2018) Esta primavera, remolona y tardía, está sembrando por fin parques y jardines -también calles y avenidas- con el esperado cuerno de su abundancia.

Los árboles desempolvan de su arcón el traje verde largamente guardado, y se quitan -¡ya era hora!- la capa gris del invierno. Y las flores asoman impúdicas entre el follaje para iniciar su loca carrera hacia la lujuria.

 Veo sobre todo flores de castaño de indias, con sus orgullosos ramilletes apuntando al cielo y flores de acacia que llenan la calle y el paseo de un olor nutricio que atrae a los insectos. Y a mí.

 Como un viejo ritual de primavera al que no puedo resistirme, tomo una porción de flores de acacia -antes miro a derecha e izquierda, esperando no ser visto por otros paseantes- y me las llevo a la boca.

 Y de repente, en un abracadabra que se repite todos los mayos, me vienen sabores de cuando muchacho, de cuando en esa patria llamada infancia trepábamos a las acacias para arrancar las flores de sus ramas y masticarlas y saborearlas con devoción de comulgantes. ¡Qué ricas las flores de la acacia!, ¡qué sabrosas!

 Luego, ya en la escuela, cuando el maestro o el cura nos explicaban el milagro del maná en el desierto -aquel alimento que salvó al pueblo judío de morir de hambre antes de alcanzar la Tierra Prometida-, siempre me imaginaba que el pan dulce que cayó del cielo y salvó a los israelitas era como la flor de la acacia. Con su sabor y su gusto. Con su belleza.

 La flor de la acacia era el alimento celestial con sabor a leche y miel que disputábamos a las abejas tras subir a aquellos árboles de tronco delgado y resistente. Era nuestra Tierra Prometida de todas las primaveras. Nuestro Edén particular junto a la carretera, allá en el pueblo.

 Subir a los árboles estaba entre las destrezas necesarias para hacerse adulto. Y como escribió el poeta de Orihuela “por los altos andamios de las flores” pajareaba nuestra alma colmenera. Nuestra alma de niños de postguerra, llena de remiendos y futuros pobres.

 Junto a las flores de la acacia, saboreábamos otras plantas: los panecillos de Dios, las tetas de cabra, los chupamieles, los cardillos, las acederas…

¡Quién sabe si la ingesta de plantas tan variadas y gustosas fue lo que nos libró de las alergias que tanto atacan ahora a los muchachos!

 Pero volvamos a la acacia, a la robinia pseudoacacia (que este es el latinajo que designa al árbol aludido), para demostrar que en nuestra niñez éramos unos master chef en potencia. Y en acto.

Resulta que ahora afamados cocineros que lucen estrellas Michelin en el universo de sus fogones recomiendan platos que tienen a la flor de la acacia como ingrediente fundamental.

-¿Qué me dice?

-Lo que oye, querido lector.

 Importantes cocineros aseguran que la robinia frita, dulce o salada, es un plato exquisito. Con las flores de la acacia, dicen, se pueden hacer condimentos y exquisitos jarabes y hasta un vino tónico.

“La mayoría de las flores comestibles se comen crudas” nos asesora Pierrette Nardo, una experta en gastronomía floral que nos recomienda “los buñuelos de flor de acacia” mezclando religiosamente harina, huevos, leche, aceite y ¡¡¡25 ramitos de flor de acacia!!! Quel plaisir!

 Esas flores blancas dispuestas en racimos colgantes, de olor penetrante y ricas en néctar que embriagaron nuestra infancia, son también ricas en vitaminas.

 Sin saberlo, cual abejas sagradas, nosotros, niños sin recursos, libábamos el néctar de los dioses.

 Luego llegaron las tesis sobre la robinia, estudios sesudos que concluyeron con lo que ya sabíamos: que las flores de la acacia ayudan a bajar el colesterol alto en sangre, que previenen enfermedades cardiovasculares, que ayudan a tratar la hipertensión arterial y la diabetes, que mejoran la salud del hígado al favorecer la eliminación de toxinas, que sanan a los que padecen de colon irritable y a los estreñidos, que contribuyen a combatir parásitos, bacterias y virus…

 Ya ven, cada vez que trepábamos al árbol de la acacia para degustar sus ramos perfumados subíamos a la más completa y abastecida botica. Nuestros padres, que nos dejaban trepar a los árboles sin demasiados miedos, lo sabían.

 Yo, a tanto niño y adulto con alergias al polen y a la vida les recomendaría subir a las acacias cuando llegan los mayos para encontrar santo remedio a tanto mal.



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