Risa Kafkiana

risa

(10/12/2018) A mi hermana y a mí, también nos daba la risa.

 Cuando llegaba cualquier adulto a hablar con nuestros padres, rompiendo la Arcadia feliz de nuestra infancia, nos daba la risa.

Madre se enfadaba, se disculpaba ante la visita y con gesto enérgico nos mandaba a la calle, lejos de las dulzuras de la cocina y de la lumbre que era el lugar de encuentro para cualquier visita. “¡Pasa, pasa, hasta la cocina!”, decían.

 No había nada racional que justificara aquella risa contagiosa, ninguna disculpa que poder aportar en nuestra defensa. No nos reíamos de nada ni de nadie. Quizás nos reíamos de todo, de la situación cargada de una seriedad excesiva, o no.

 Pero aquel castigo que nos alejaba del útero hogareño, espoleaba aún más nuestra risa descompuesta e incontrolable que aparecería ya, como sabañones en invierno, en próximas visitas.

 A veces nuestra madre, que temía caer en aquel endiablado contagio (los adultos llevamos un niño dentro que aflora en las circunstancias más inesperadas) nos mandaba directamente a la calle antes de que la visita llegase a nuestra casa.

 Repito que no había causa aparente que provocara aquellas risas de la infancia. Aquel contagio repentino. Bastaba una mirada a mi hermana, un cruce inesperado, para que el duendecillo de la risa que anidaba en nosotros, como anidaba ¡ay! el sarampión o la viruela, aflorase de nuevo.

 Recuerdo haber hecho propósito de enmienda, emplear trucos para salir airoso del trance: canturrear alguna canción, fingir entregarme a la lectura, mirar siempre hacia otro lado, morderme los labios, incluso pensar en la muerte… Era inútil, había un magnetismo especial en la cocina, un duende malévolo que irremediablemente llevaba mis ojos hacia los de mi hermana, una fatalidad que me precipitaba hacia el pozo hondo de sus ojos y en consecuencia hacia la risa.

 Aquella risa tonta de la infancia, aunque se mitiga con el tiempo -los sinsabores de la vida y las tragedias familiares nos van venciendo- retornan de vez en cuando para recordarnos el niño que fuimos y que de alguna manera aún somos.

 Hoy por hoy, en las largas reuniones familiares, si alguien se pone serio e importante en su discurso, si se carga de razones, sigo evitando la mirada cómplice de mi hermana.

 Pienso en todo esto cuando me entero que a Kafka, a Franz Kafka, escritor genial y de porte serio como puede verse en sus retratos, también le daba la risa.

 Lo cuenta él mismo en las cartas que enviaba a Felice Bauer y que una importante editorial va a editar en fechas próximas.

 Imaginen al presidente de la compañía de seguros donde trabajaba el escritor echando un discurso, y a Kafka y demás empleados escuchando serios la homilía que les cae encima. Imaginen las miradas furtivas entre los empleados.  Es el caldo perfecto.

 “Yo me reía a mandíbula batiente, veía a mis colegas estremecerse por temor al contagio…pero no podía remediarlo, y eso que no intentaba mirar para otro lado ni taparme la boca”.

 Se han hecho muchos estudios sobre la risa, sus causas y sus efectos. Y todos hablan sobre su poder revitalizante: se liberan endorfinas, fortalece el corazón, favorece la oxigenación, sirve como analgésico, mejora el sistema inmunológico y un largo etcétera. Pero nosotros no lo sabíamos.

  Entregados al juego y a la dicha de vivir el presente, ignorábamos que los niños nos reíamos unas trescientas veces al día -que eso es lo que dicen estudios recientes sobre el tema- y que gracias a ello resolvíamos problemas físicos y emocionales.

 Se ha pensado siempre que ser adulto es ser serios y que la risa es propia de personas débiles. Aunque, tal vez, la cosa venga de antiguo. De Aristóteles, por ejemplo, que relacionaba la risa con la deformidad del rostro y las muecas del simio, o de Platón que la relacionaba con el desprecio, o de Aristófanes que en Las Nubes aseguraba que la risa era hija de la malicia.

 La risa siempre incomodó a quienes han tenido poder y han querido mantenerlo a toda costa esgrimiendo el arma letal del miedo, porque como afirmaba Jorge de Burgos, aquel monje ciego de El nombre de la rosa de Umberto Eco “la risa mata el miedo y sin el miedo no puede haber fe, porque sin miedo al diablo ya no hay necesidad de Dios”.

 Como a Kafka y como a tantos, a mi hermana y a mí también nos daba la risa. Sin saber que con ello estábamos desafiando a todas las autoridades.



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