Primeras lecturas

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(1/5/2014) Una de las preguntas que se lanza a los escritores en cualquiera de las entrevistas a las que se prestan con dudosa generosidad es la de cuáles fueron sus primeras lecturas.

-¿Cuáles fueron los primeros libros que le marcaron? –pregunta el joven periodista al escriba expectante en la entrevista de turno.

 La respuesta, que parece ensayada de antemano, conduce a casi todos hacia lugares excelsos de la literatura universal, que si Los Miserables, que si el Ulises, que si la Odisea, que si David Copperfield, que si la Divina Comedia, que si el Quijote…

Pero muchas veces tras esos “primeros libros de su vida”, como también suelen ser definidos, no se encuentra tanto el libro en sí como el momento en el que fue leído y que se guarda de forma indeleble en la memoria.

 Son los momentos y los lugares los que hacen lectores y no tanto los libros más importantes de la literatura.

“La noción de primera lectura es inolvidable porque es irrepetible y es única” confiesa Ricardo Piglia que más que recordar lecturas recuerda momentos lectores como cuando, con apenas tres años, vio “al abuelo sentado en un sillón de cuero, aislado, ausente, con un libro en la mano. Parecía dormido con los ojos abiertos”.

 Seguramente esa experiencia lectora ajena al propio individuo es tan enriquecedora y trascendental  como la lectura de cualquier obra porque como muy bien dice el escritor argentino “la lectura es el arte de construir una memoria personal con experiencias y recuerdos ajenos”.

 Incluso la visión que se llega a tener de la literatura puede estar condicionada por esas primeras experiencias lectoras.

 Recuerdo que siendo muy niño mi asombro llegó a niveles extremos cuando vi a mis padres partiéndose de risa ante un capítulo del Quijote. ¡Oh milagro! -me dije-, aquel maravilloso libro había logrado que por un momento mis padres abandonasen las discusiones, las peleas verbales -que como a tantos niños me producían insomnio y llanto en la almohada- las preocupaciones y los disgustos, para entrar en una comunión gozosa y cómplice.

 Mi asombro y emoción fueron tales que recuerdo incluso el capítulo que leían, aquel en el que el Quijote hace penitencia en Sierra Morena.

 Ya mayorcito veo en mis clases de bachillerato a un profesor de literatura que se desternilla de risa -y ¡créanme! no estoy exagerando- mientras nos lee párrafos del “Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes”. Su hilaridad y carcajeo eran tales que toda la clase terminábamos partiéndonos de risa entre los pupitres por el efecto de contagio que nos producía el dómine.

 Primeras experiencias lectoras gozosas como, dicen, deben ser las primeras experiencias sexuales, gratificantes y placenteras.

 Ya mayor, hube de penetrar en la selva de otras lecturas que más que placer me han producido dolor y desasosiego pero que, masoquismos aparte, también he disfrutado. Al fin y al cabo el dolor es quizá la forma más cercana al placer. Ambos liberan dopamina y activan el mismo circuito cerebral según dicen los que saben de ello.

 Cuenta el escritor peruano José María Arguedas que era tal la emoción que experimentaba al leer Los Miserables de Víctor Hugo que tenía que salir a tomar aire porque se quedaba sin oxigenación.

Placer y dolor, como les dije. Tan lejanos, tan próximos…

 Pero volviendo a las primeras lecturas, al primer libro, Ricardo Piglia se ve con apenas tres años, sin saber leer, próximo a la estación de trenes, sentado en un banco con un libro azul sobre las rodillas. “Estaba allí como si leyera cuando de pronto una larga sombra se inclinó sobre mí y me susurró que tenía el libro al revés”.

 En el imaginario de Piglia aquel adulto pudo ser Borges y aquel libro no leído fue muy importante en su vida lectora hasta el punto de recordar el momento con total nitidez. “Sé que si recuerdo ese momento es que ese libro fue muy importante para mí”.

 Como Pligia, salvando las distancias que dan los lugares y los personajes, recuerdo como en las largas noches de invierno mi padre permanecía junto a la lumbre, aprovechando el calor que despedían los últimos rescoldos, con un libro entre las manos. Mi padre, fiero como un guerrero ante las mulas y los trabajos del campo, domado por la lectura de un libro.

 Yo lo veía escondido tras la puerta de mi dormitorio deseoso de llegar algún día a experimentar la fuerza hipnótica de aquel objeto que, sumiso como un niño, era acariciado por las enormes y rudas manos de mi padre.

 Esos libros que leía mi padre fueron muy importantes para mí. Esas fueron mis primeras lecturas.



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