Las asentaderas

veran

(30/07/2018) “Me duelen las asentaderas” dice mi amigo Eugenio mientras compartimos cerveza en la terraza del bar y seguimos las noticias que vomita la televisión.

Mi amigo usa un lenguaje antiguo y parco, como de otra época. Una palabrería tan arcaica como eficaz.

 Y mientras lo dice, el noticiario sigue expulsando noticias viejas, rancias como tocino, oídas otros veranos. Noticias que vuelven como las oscuras golondrinas al balcón del poeta, o al de su amada. O que no vuelven porque nunca se fueron.

“Alerta roja por tormenta en el tercio norte…Sube el riesgo de incendios…”…

Y el reportaje me traslada a territorios de infancia cuando un hombre del tiempo llamado Mariano Medina decía lo mismo. Exactamente lo mismo. Como si aquellos veranos fueran este verano. Y este verano fuera todos los veranos. El verano eterno de una especie que, aunque muchos no lo crean, no evoluciona. No.

Eugenio, sigue sentado junto a mí y mirando el televisor que se hace omnipresente y omnisciente (con los mundiales de futbol hace tiempo que llegaron los televisores a las terrazas para quedarse y ya no tenemos escapatoria) y como el sabio que es, lanza otra sentencia bíblica, otro aforismo, cuando la pantalla muestra a un grupo de turistas jubilados desembarcando en la costa de vete a saber qué océano: “la gente mayor tortolea”.

 Y uno, que no es tan sabio ni tan sentencioso como Eugenio recuerda otros veranos con los mismos turistas, las mismas costas, los mismos espectáculos palurdos, llenando el estío de tortilla y limonada, de fiestas jaraneras y horteras.

 Me duelen las asentaderas a mí también, de ver siempre lo mismo, de asistir al mismo espectáculo cuando llega el verano. Quiero levantarme e irme, pero yo también estoy sujeto a la silla del bar, que es la silla del tiempo, que me inmoviliza y me retiene.

“Problemas de retención en la A6, a la entrada de Madrid”, oigo decir al vocero de la DGT y me parece estar oyendo un eco lejano, ancestral, como ese sonido, ¡om!, ¡om!, ¡om!…, que dicen emite el universo. Quizá los restos del grito desgarrador que surgió de la explosión primigenia cuando el Big Bang.

 Todo sigue igual. Como ese sonido atávico y lúgubre que impregna el universo. Todo permanece y nada cambia.

 Y entonces la bestia que llevo dentro, mi lado más oscuro, piensa en una hecatombe salvadora, en un meteorito terrorífico y benéfico que rompa el bucle de los acontecimientos que suceden y se repiten hasta la náusea cuando llega el verano.

 En un superhéroe de película que tronche y saje la espiral angustiosa de festivales y festejos, de esas noticias rancias que nos inundan siempre que llega la canícula. Pero no tenemos nada que hacer. Sólo sentarnos hasta el dolor. Y esperar…

“Y nosotros aquí, anclados al banco de la paciencia”, sentencia de nuevo Eugenio cuando ve el reportaje sobre el último encierro. Y al oírlo no sé si lo dice porque le gustaría correr delante de los toros o porque hay que ser muy paciente para soportar siempre lo mismo.

 Si así fuera le diría que tranquilo, que solo faltan dos días para que canten el “¡Pobre de mí!” y todo terminará…de momento…hasta otro verano en el que volveremos a ver lo mismo. Lo de siempre. Unos corriendo por calles y campos, otros mirando. Como ocurrió siempre, como ocurre y ocurrirá in eternum si antes no llega el desastre salvador.

 El verano, ese tiempo en el que cada uno escapa en busca de una franquicia del paraíso, según dijo el escritor Guillermo Busutil, lleva en sus entrañas el germen maléfico del tedio, el virus enfermizo del hastío, de la apatía y de la murria.

 Y ante su embestida solo queda el sentarnos. Sentarnos a la sombra, en la terraza o en el chiringuito, hasta que nos duelan las asentaderas. Y esperar. Esperar a que todo estalle y surja un hombre nuevo. Un salvador que nos libere de tanta repetición, de tanto dejà vu, como dicen los franceses…

“Baja el paro gracias al turismo”…

“La familia real se va de vacaciones”…

“Continúan las tareas de extinción de incendios”…



Los comentarios están cerrados.