La vida y lo otro

virtual

(30/03/2019) Llevaba tiempo intentándolo sin conseguirlo, anclado como estaba en el sofá invasivo y narcótico de los noticiarios y de las redes sociales. Era como una de esas promesas que se hacen al comenzar un nuevo año y que luego se olvidan dejando en el alma un regusto de impotencia y fracaso. Pero esta vez iba en serio.

Aplazó la lectura de periódicos digitales, abandonó los debates políticos que llenaban la mañana de las distintas cadenas, guardó el móvil en el cajón de los objetos perdidos y salió al aire.

“La vida es lo que sucede mientras hacemos otras cosas”, pensó mientras recordaba a su músico preferido y se alejaba de la telaraña virtual de las pantallas.

Tenía desde hacía bastante tiempo la angustiosa impresión de que alguien estaba saqueando su vida, invadiendo su tiempo y robándole impunemente los placeres de los días. Que alguien estaba colonizando, desde oscuros despachos, su misma emocionalidad, haciéndole cargar con todos los problemas del mundo, como un nuevo Atlas. Alguien que había logrado que la Navidad empezase en noviembre y que las estaciones se adelantasen impúdicas a golpe de promoción de los grandes almacenes sin respetar los calendarios.

Era el primer día de la primavera de un marzo que seguía mostrando los dientes de un frío polar cuando se encaminó hacia el teso desde el que se dominaba la ciudad dispuesto a encontrar lo que tantas veces había imaginado, lo que tanto deseaba ver y que siempre había aplazado sumergido como estaba en los problemas del vivir: el parto de la luz allá en el horizonte, el fulgor atómico de un amanecer que no recordaba desde su más tierna infancia, desde el día en que su padre le llevó a “ver nacer el sol”.

Desde entonces, ¡cuántos amaneceres se había perdido!, ¡cuánta vida se le había escapado entre las manos! Envuelto en la vorágine de todas las tecnologías, en la polución visual de todas las pantallas, en el ardor de todos los debates, en la invasión agobiante de lo inmediato, se había alejado del hermoso jardín de la vida, que estaba ahí, esperándolo, como aquel padre bíblico que esperaba, paciente y resignado, al hijo pródigo.

Y mientras la luz de la mañana incendiaba la llanura y volvía a crear el mundo, observó con sorpresa de iniciado la belleza de los almendros en flor, la mancha amarillenta de los sembrados sedientos, la inmensa planicie en la que emergían las tonalidades ocres de los barbechos.

Toda esa maravilla, fuente de perplejidad y asombro, estaba ahí. Fluidos de información que emanaban de la naturaleza cada mañana y que pasaban desapercibidos para quienes, como él, habitaban las cuevas de las pantallas, enredados en todas las redes, sumergidos en un entorno digital hostil a la vida, refractario a la concentración necesaria para disfrutar del entorno, estaban ahí, ¡quién lo hubiera imaginado!

Había que volver a buscar los mundos de la infancia, recuperar la extrañeza ante la vida, tornar a los jardines de pureza que llenan el sueño de los niños, pensaba mientras, tras abandonar la colina, dirigía sus pasos hacia el río en una ansiosa búsqueda de recuperar el tiempo perdido, consciente de que, como dijo alguien, “muy pronto en la vida es demasiado tarde”.

Había que escapar de los colonizadores que invaden nuestra vida, de los complejos algoritmos que analizan nuestros sentimientos y emociones para gobernarnos, de los big data que nos indican qué comprar y cuándo, dónde viajar, cómo vivir…

Había que volver a ser puro, retornar a la armonía, a la sabiduría,  pensó mientras se reconciliaba con la esbeltez de los robles, con la belleza de las piedras musgosas, con el piar de las aves, con el murmullo del agua…

Y pensó en el poeta, en Miguel d´Ors, “¡Detente; vuelve a tu vida; deja en ella todo / lo que crees saber; busca de nuevo / la infancia, aquella luz / del corazón. / Con ella, acaso un día / puedas volver al bosque / sin que se sobresalte el arrendajo”.

Y se prometió aprender el nombre de los árboles. Y el de las muchas aves que poblaban la ribera.

Y el nombre de los peces… ¡Cómo había ignorado algo tan cercano a su vida, él, que había visitado tantas ciudades, tantos paisajes, a través de los documentales de la tele!

Miró hacia el reflejo del agua y recordó a su padre en aquel lejano día en el que le llevó a conocer el río: “esto es una carpa de espejo, eso una bermejuela, aquello un barbo…”.

Su padre, nuevo Adán en el jardín de la vida, poniendo nombre a las cosas que él había olvidado.



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