El rayo que no cesa

patinetes

(20/08/2021) La acera es una pista de corredores donde la velocidad se ha impuesto al sosiego.

 A los adictos al deporte que corren como poseídos (que corren incluso sin avanzar ante el semáforo en rojo) y a los ciclistas sempiternos que aparecen como fantasmas por cualquier flanco les ha salido un competidor más agresivo, un nuevo velocista del cemento armado: el usuario del patinete eléctrico, el conductor del MVP (vehículo de movilidad personal).

 Derechos como un palo, erectos cual suricatos al sol pero con la velocidad de un guepardo, los nuevos dueños de la calle cortan el aire cual cuchillo, desdeñosos a la vida que les flanquea y con la mirada fija en la meta.

 Sin casco, con la arrogancia que les da la verticalidad, se mueven ante el vecindario como modelos por pasarela, orgullosos de haber nacido, ufanos de ganar la carrera de la vida cada mañana.

 Han abandonado el sedentarismo del conductor y la postura humillante del ciclista para mostrarse, ante la fauna urbana, como sus ancestros: aquellos homínidos que bajaron de los árboles y adquirieron la postura erecta para mirar de frente, bien tiesos, al resto de la fauna.

 Sobre una plataforma donde apenas caben los pies, con estrechos manillares que dificultan la manejabilidad del aparato, nada se resiste a esta moderna tribu que ha llegado para quedarse.

 Frente a ellos la compensación universal.  La dialéctica de los contrarios. El yin frente al yang. El reposo frente a la prisa. Viejos con bolsas de la compra, ancianos con andador  o en sillas de rueda, lisiados con muletas, ven venir como el rayo a estos engendros mecánicos, a estos centauros del asfalto y se apartan, sobrecogidos, hacia los portales agradeciendo al dios de la mañana no haber sido arrollados. Haber vuelto a nacer. Luego miran hacia atrás para ver y no ver al endriago que se aleja soberbio entre la masa.

 Los viejos más viejos de mi ciudad contada se santiguan cada mañana al salir a la calle, al abandonar el útero seguro de su vivienda. Se lo aconsejaron sus abuelos, especialistas en detectar los peligros que llenaban las calles, aquellas rúas decimonónicas llenas de anarquistas, caballos desbocados y tranvías. “Tú, por si acaso, santíguate cuando salgas de casa”.

 Gaudí, el arquitecto de Dios, no reparó en estos consejos y así le fue: murió tras ser arrollado por un tranvía en las calles de Barcelona cuando acudía a confesarse.

 Por eso, los viejos más viejos de la ciudad con prisas, se santiguan en el umbral y tras aferrarse al andador salen a dar una vuelta esperando volver. Temen ser fulminados por el rayo de la acera, ese rayo que no cesa y que tan bien describiera el poeta de Orihuela, Miguel Hernández: “un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal te ha derribado”.

  Pero ni Miguel Hernández llegó a viejo ni muchos viejos logran volver a las andadas, a ese lunes al sol que les aguarda al otro lado del portal.

 Ante una legislación indecisa y caótica que no sabe poner orden en la calle muchos viejos y no tan viejos son atropellados por las furias que pueblan las mañanas, derribados por el empujón brutal de una bestia que parece salir del inframundo, de las cloacas que oculta el asfalto.

 He tomado mi cuaderno y mi bolígrafo y cual aprendiz de antropólogo me he internado en el bosque urbano para estudiar a esta nueva especie invasora.

 Son homínidos jóvenes, sumisos a la enfermedad de la prisa y competitivos hasta el vértigo. Anestesiados a todo lo que no sea llegar y sumidos en la revolución digital llevan una pequeña mochila en la espalda (bolsa marsupial que es todo su ajuar) y no entienden que la vida pueda cocinarse a fuego lento.

 Algunos parecen malabaristas de un circo al aire libre. He visto a una muchacha que con una mano aferraba varias bolsas, mientras con la otra sujetaba manillar y móvil. También a los que trasladan a otro espécimen (atrás o delante, qué más da) para ahorrar posibles costes (que la electricidad está por las nubes).

 Si alguna vez se detienen, si echan el freno y bajan al habla, les dirán que conducen para poder vivir, que la velocidad no les da miedo y que el mayor miedo es estar parados.

 Desoyen, como ven, lo que dijo en una ocasión uno de los hombres más rápidos que ha habido, el motorista Ángel Nieto: “la velocidad es buena para aprender que hay que ir despacio”.



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