El día que conocí a Gonzalo Moure

(18/2/2008) Siempre es una agradable sorpresa conocer a un escritor. A cualquier escritor. Soy, lo reconozco, de los que buscan la dedicatoria de sus libros con una devoción que raya el fetichismo. Me gusta ir a sus presentaciones, comulgar con su dedicatoria, saborear luego su libro en una lectura lenta y rumiada y, una vez terminado, colocarlo en una estantería apartada y apretada de mi biblioteca donde lo guardo, junto a otros también dedicados, con el mismo celo con el que un adolescente guarda la foto de su ídolo deportivo.
Ya comenté en este blog el día que conocí a Francisco Umbral y su entrañable dedicatoria, pero también recuerdo con pasión mi encuentro con Miguel Delibes, con Gustavo Martín Garzo, con Fernando Savater y con otros grandes escritores que me sorprendieron con su amable dedicatoria, dando a sus libros un valor añadido. Guardo con la misma ilusión los de otros que, sin gozar aún del olimpo de los grandes, me adornaron sus títulos con la generosidad de su caligrafía; entre ellos a Álvaro Moreno Ancillo con “El reino de la espada”; José Manuel de la Huerga con “La vida de David”; Paz “P” Altés con “La negra”; David López con “El bosque de albaricoques”; Pedro Gómez Bosque con sus “Ensayos antropológicos y filosóficos”, etc.
Hay otros que ni siquiera se dedican al mundo de las letras pero que tuvieron su “ópera prima” fruto de alguna tesis doctoral y que no han vuelto a publicar más libros que yo sepa, como Fernando Álvarez y su magnífico título “Arte mágica y hechicería medieval” o José Antonio Largo Muñoyerro y su “San Pelayo de Arenillas, abadía, priorato y parroquia”, entre otros. Guardo sus ejemplares con enorme cariño junto a los dedicados por otros autores.
El día 13 fe febrero conocí, en persona, a Gonzalo Moure. Con veintiocho títulos a sus espaldas y abundantes premios en su palmarés, su magnífica obra literaria se embellece y ennoblece cuando se le conoce personalmente. En un mundo en el que la vanidad y la egolatría son el pan nuestro de cada día, Gonzalo es de esas personas que en la distancia corta salen ganando. Y no porque se ande con melindres, flojeras mentales ni falsas modestias. No. Da gusto oírle hablar, hasta el punto que uno piensa que si escribe como habla sus libros serán auténticas obras literarias. Y lo son. Rodeado de muchachos como un cristo entre los apóstoles – si Gonzalo me permite la comparación -  subyuga a chicos y adultos con un verbo profundo y sabio alejado de toda afectación o vanidad y con la profundidad de un filósofo.
- Yo no escribo, yo “escrivivo”. Le respondió a uno de los chavales interesado en saber si sólo se dedicaba a escribir.
Hora y media estuvo Gonzalo con niños de apenas 11 años y en ningún  momento cayó la atención de aquéllos  – tan frágil o lábil en los tiempos que corren y en los que ya nadie aguanta una charla que dure más de media hora a no ser que se acompañe con las imágenes del power point -  sobre lo que Gonzalo les contaba desde su vida bien vivida. Porque los niños, esos locos bajitos que dijo alguien, entienden y captan cuando se les habla desde la verdad y desde la propia vida, lejos del tono melindroso de quien cree estar dirigiéndose a enanos mentales.
- ¿Vives de lo que escribes? Le inquirió otro.
- Vivo de lo que escribo y escribo de lo que vivo- le respondió Gonzalo.
Disfruté como hacía tiempo no disfrutaba oyendo a hablar a alguien. Que el placer de la escucha puede ser tan intenso como el de la lectura. Y Gonzalo habla libros.
Luego me puse en la cola con su libro “Maito Panduro”. ¿Literatura juvenil o literatura  adulta? ¡Literatura! que el arte de la escritura no se puede enclaustrar en edades y menos un libro como Maíto de exquisita prosa y una temática de las que te enganchan desde el primer momento.
Gracias Gonzalo por tus escritos y gracias por tus palabras. No me extraña que uno de tus títulos sea “Palabras de caramelo”. Las de la otra tarde las sigo saboreando y eso que han pasado ya unos cuantos días.



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