El bus del amor

bus

(20/07/2018) Suelo coger el autobús todas las mañanas. Es un viaje largo que me lleva a través de una amplia avenida al otro extremo de la ciudad.

 Entre los viajeros que entran y salen, se sientan o se levantan, veo una pareja que me resulta conocida.  Una pareja que desde hace algunos meses (desde la primera vez que los vi) se me ha grabado en la memoria por su extraño comportamiento.

 Tienen unos setenta años. Quizá ochenta (hay una edad imprecisa, indeterminada, difícil de apresar en dos dígitos).

Él, viste traje gris, corbata estampada sujeta a la camisa blanca con alfiler dorado y zapatos a juego. Ella chaqueta y pantalón negros, gafas de pasta y pendientes verde esmeralda.

 Suben al autobús cogidos de la mano y él pasa la tarjeta de pago, dos veces, con la mano que le queda libre. Tambaleándose y a punto de caerse (ya sabemos cómo se las gastan algunos conductores: acelerón, frenazo, acelerón…) alcanzan el asiento mientras ríen y comentan su torpeza.

Ella le mira con ojos arrobados, como de quinceañera enamorada y ríe lo ocurrido. La mano siempre unida a la de él, descansando ambas en la pernera del hombre.

 No es una complicidad melosa y fingida. No. Es, a la vista está, un cariño profundo que ha cuajado en años de conversación, de conocimiento mutuo, de aceptación del otro, de connivencia.

 Irradian una ternura desconocida. Rara en personas tan mayores.

 Mientras les observo me vienen a la memoria ecos de amores oídos en alguna parte. No a lo “Romeo y Julieta”, tampoco a lo “amantes de Teruel” sino a esos amores extraños (extraños por lo inhabituales) que no aparecen en la prensa rosa pero que has oído a los amigos. Esos comentarios que tratan sobre viejos bien avenidos que sobreviven apenas unas horas o unos días a sus parejas.

-Mis abuelos murieron el mismo día, cuatro horas después el uno del otro- oí decir hace tiempo a alguien. Y los casos abundan.

Vuelvo a observar a los viejos amantes. Siguen sentados. Cogidos de la mano que apoyan  en el muslo de él mientras ríen las peripecias del día, comentan el último percance o miran por la ventanilla para ver cómo pasa la vida.

Suman tal complicidad, los viejos, que no puedo dejar de pensar en qué será de ella cuando falte él. O cómo sobrevivirá él cuando falte ella.

 Se les ve tan felices, tan ajenos a la derrota del tiempo y al resto de viajeros, tan compenetrados en los avatares del vivir que me resulta difícil imaginármelos separados.

Más bien me los imagino juntos, unidos en la tumba (sin que la muerte los separe) como los Amantes de Valdaro descubiertos por los arqueólogos en las proximidades de Mantua y que llevan más de seis mil años mirándose a los ojos y abrazándose.

 Llegan a la parada. Con la torpeza que dan los años y el peligro de la marcha, consiguen llegar hasta la puerta del bus. Ella está a punto de caer en la frenada, pero él, bien sujeto a la barra, su mano aferrada a la de ella, logra sujetarla. Vuelven a reír. Solos ante el peligro, como Gary Cooper.

 Yo pienso que esa atención, esos cuidados del uno para el otro, esa ternura, son más propios de amores primerizos. Esos que afloran en las mieles de los primeros encuentros en cualquier relación, o en romances de novela rosa. También en colegiales enamorados hasta las cachas. Pero los viejos del autobús rompen todas las expectativas que tengo sobre el amor.

 Ya en la calle, siempre cogidos de la mano, caminan hacia uno de los bloques que adornan la avenida.

 Luego, se sueltan, se cogen del brazo y siguen su camino mirándose y riéndo. Indiferentes a otros paseantes que comparten la mañana y la avenida.

Me arrobo ante esa actitud de los amantes viejos. Y me convierto, sin saberlo, en un filósofo del amor. En un poeta de la vida.

Tanto que, imbuido en estos pensamientos, absorto en la contemplación de los amantes, me paso de parada. ¡Malditos viejos!

 Mientras río mi despiste me vienen a la mente unos versos de Fernando Beltrán:

Cuánto mide el amor. Cuánto el silencio/ cuánto mide una vida/ aproximadamente…”.



Los comentarios están cerrados.