El beneficio de la duda

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(20/10/2016) Asisto boquiabierto a los programas televisivos y radiofónicos que, llenos de opinantes y tertulianos, diseccionan la actualidad, con manos de cirujano, y nos bombardean a diario con noticias varias,  para lograr el único objetivo propuesto por quienes les pagan: crear opinión.

Y digo que asisto boquiabierto  porque ante la cascada de preguntas a los que son sometidos, ante el cúmulo de temas sobre los que se ven obligados a disertar para entretener a la audiencia, nunca o casi nunca se oye en sus labios, no ya un “no domino este tema” o “no sé responder a esa pregunta”, no, ni siquiera se oye un “dudo” o “estoy dudando”, algo que les acercaría al común de los mortales que cruzamos nuestra cotidianidad sumergidos en un mar de dudas.

Lo mismo da que les pregunten sobre Marx o sobre la Virgen de Fátima, sobre Rajoy o sobre Iglesias, sobre Marie Curie o sobre Belén Esteban, ellos responden con aplomo sin que duda alguna haga asiento en su cabeza.

Eso, ¡ni lo dudes! se clama desde las certezas como si la duda, la maltratada duda, no fuera escuela de la verdad, al decir de Bacon.

Es como si la duda fuera para ellos, sinónimo de ignorancia o de debilidad mental, en vez de fuente de conocimiento para el estudio y la crítica, que dicen los sabios.

 Ocurre, en alguna ocasión, que esgrimen la palabra de marras, pero es solo para afirmar las razones propias y dejar en mal lugar las del oponente. “Dudo que tengas razón”, exclaman como si nada, siempre seguros en mantenerse en sus trece, en su “sostenella y no enmendalla”.

Desconocen, como decía Manzoni, que es menos malo agitarse en la duda que descansar en el error.

Son cabezas a las que “no les cabe la menor duda” de estar siempre en lo cierto, de estar cargados de razones, seguros de saberlo todo sobre todo.

La duda es madre de la invención y hermana de la inteligencia, templo de sabiduría y escuela de verdad, alimento de escépticos y verdugo de intolerantes, nos decían los viejos libros de Filosofía desterrados de las aulas o condenados al ostracismo, antes que Victoria Camps nos regalara el ensayo Elogio de la duda que publica la editorial Arpa.

Ante la duda, pregunta, recuerdo que me aleccionaba un profesor en los años de escuela.

Pero yo desconocía entonces, al igual que mi maestro, que para la sociedad de pantallas que se avecinaba fuera tan pernicioso dudar, y que preguntar algo que no se sabe fuera sinónimo de debilidad mental.

 Desconocíamos todos, que con el tiempo, aquello tan viejo de “la duda ofende” sería una realidad, que preguntar sería en algunos foros mediáticos sinónimo de ignorancia y que la audiencia subiría muchos puntos con personajes que se dedicaran a pontificar y dogmatizar desde las tertulias. Con charlatanes de feria mediática que blandieran su lengua bífida escupiendo certezas.

 “Dudo mucho, necesito mucha información para tener una opinión” aseguraba hace pocas fechas Iñaki Gabilondo en un acto organizado por la Fundación Miguel Delibes, aquí en Valladolid.

Pero Iñaki es la excepción que hace la regla. Porque lo normal es saber de todo y sobre todos y no dar a nadie el beneficio de la duda.

Son tiempos de pontificadores que, subidos al púlpito mediático, disparan su opinión sobre cualquier tema que se les ponga por delante. Tiempos  de gatillo fácil.

Habrá que volver a Montaigne y a su duda nutrida en el escepticismo de los filósofos griegos para afirmar con él que sólo una cosa es indudable, que el hombre se deteriora, envejece y muere y que todo lo demás es opinable.

Habrá que dar a los tertulianos algún curso sobre la duda, para que aprendan a poner en cuestión lo que ellos consideran obvio, para aceptar la imperfección, evitar los extremos, eliminar prejuicios y preguntarse como el autor de los Ensayos “¿qué se yo?” (Que sais-je?).

Curso extensible a los políticos que acuden a las televisiones, dicen, para “eliminar algunas dudas persistentes en los votantes”, como si no fuera legítimo tener serias dudas o dudas razonables sobre su honorabilidad perdida, sobre sus promesas tantas veces incumplidas, sobre su doble lenguaje…

Quieren disipar toda duda, despejar cualquier duda sobre su gestión y llevarnos al terreno de las certezas, de las convicciones y de las exactitudes, ignorando que solo desde la duda se puede alcanzar la verdad. Dubito ergo cogito (dudo luego pienso) que diría Descartes.



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