Desde la barra

metro

(10/03/2022) No lo duden. Para conocer el estado emocional de la gente, sus preocupaciones o sus apatías, sus desvelos o sus sueños, sus alegrías o sus tristezas hay que ir a los bares.

 Los bares marcan la tendencia, el pulso de lo cotidiano, de la vida.

 La calle, no. La gente va a lo suyo. Con prisas. Pensando en sus cosas: el médico, el banco, los hijos, los nietos…

 La oficina, tampoco. Hay que estar a lo que se está y no hay tiempo para frivolidades sociales o para minucias políticas.

En casa, menos. El ámbito es demasiado reducido, demasiado íntimo como para sacar conclusiones de lo que ocurre fuera.

 Hay que ir a los bares. A esos lugares donde se cruzan nuestras vidas cada mañana.

“El bar es una metáfora del país…un tubo de ensayo…un gran generador de contrastes” dice el dramaturgo Alfredo Sanzol, autor de El bar que se tragó a todos los españoles.

 Y si es un bar de barrio, de esos en los que todos se conocen, donde hay un saludo al llegar y un “hasta luego” al despedirse -algo que no ocurre en las cafeterías del centro, lugar de paso donde nadie te saluda ni te extraña- mejor que mejor.

 Observo desde la barra. La televisión está encendida y lanza imágenes impactantes sobre lo que sucede en Ucrania, en Kiev: gente corriendo hacia cualquier lugar seguro, gente ocultándose, gente colocando barricadas, vallas, obstáculos…

 -Ponen barricadas –dice un obrero que trabaja en la pavimentación de una calle.

-Para lo que va a servir –le responde otro, mientras da un mordisco al bocadillo.

 Enfrente un grupo mira y calla. Hay temor en su mirada. Tristeza. Nadie dice nada. Es como si la sombra de la guerra paralizara el habla.

 Es un grupo que antes solía mostrarse hablador, ruidoso. Muy español, que diría cualquier nórdico. Pero miran y callan. Algo se ha apagado en su ánimo desde que ven las noticias.

 Intuyen, o tal vez saben, que es una guerra cercana. Una tormenta que llama a nuestra puerta y que nos va a afectar a todos.

 No es como Afganistán, ni como Irak, tan lejanos. Extremo Oriente, decimos. Está aquí, en el mismo portal de Europa. En casa.

 Estamos en los primeros días de la guerra. Miro a la pantalla. Ahora los corresponsales muestran imágenes del metro de Kiev. Atestado de familias. Refugio ante los bombardeos. Ante la noche y sus terrores.

 Me viene a la memoria las imágenes del metro de Londres. Las sacó Bill Brandt hace más de ochenta años. Parecen las mismas. Como si ochenta años no fueran nada. Imágenes paralelas en el tiempo que confirman aquello de que la historia se repite. Por desgracia.

-Se va a liar parda -suelta un jubilado al compañero de vinos.

-Ya se ha liado -le responde el otro.

“Para meter miedo y disuadir a otros, nunca faltan los dispuestos a las peores acciones y a reactivar las peores ideas…el pasado es un intruso imposible de mantenerse a raya” dice Javier Marías por boca de Tomás Nevinson, como su hubiera cambiado el oficio de escritor por el de profeta.

 La televisión sigue mostrando las tragedias de cualquier guerra: la familia de allí que quiere llegar a la frontera, la familia de aquí que tiene allí a los padres, a los hijos, a los amigos (hay muchos ucranianos en España), el joven que quiere regresar para empuñar las armas…

Y gente, mucha gente, con los síntomas de la guerra: mirada fija y vacía, miembros paralizados temblores, gritos súbitos, sueños inquietantes, depresión, ansiedad, humillación e ideas de suicidio. “El 16% de los refugiados y desplazados por las guerras tiene ideas de suicidio” nos desvela el psicólogo clínico Miguel Guerrero.

 El mazazo ruso nos ha despertado de un largo sueño. Nos creíamos salvados bajo un paraguas de pacifismo, de amor entre civilizaciones, de “buen rollismo”…y nos hemos despertado de tan dulce sueño. El dinosaurio sigue ahí.

 Mientras los conejillos celebrábamos el Día de la Paz, el zorro nos observaba, desde el teso,  relamiéndose.



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