Cerrando el círculo

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(20/02/2023) Se acerca la Semana Santa y son muchos los que programan viajes a cualquier parte y, a ser posible, fuera de los circuitos turísticos.

Porque ahora lo que se lleva es viajar fuera de los circuitos turísticos.

Ya no vale con decir que vas a Cancún, a la Patagonia o a Indonesia. A lugares exóticos. No. Lo interesante, lo que mola, es decir a los amigos que te mueves fuera de los circuitos turísticos, lejos de la manada, apartado de tantos borregos que siguen el rastro del guía turístico, ¡beee!, ¡beee!, ¡beee!…

 Todo el mundo sabe que viajar fuera de los circuitos turísticos resulta peligroso y caro. Pero de eso se trata, de vivir experiencias únicas y cuanto más extremas, mejor.

Pasar del Ramsés II Hotel de El Cairo, por ejemplo, y dormir en pleno desierto en una tienda bereber rodeados de serpientes y excrementos de camello. Eso es lo que se lleva.

 Y lo de caro…¡claro que es caro! Pero ahora que comprarse un buen coche ha perdido pedigrí, viajar por libre, a base de talón, aumenta la autoestima y el orgullo, aunque para hacerlo haya que hipotecar coche y casa.

 Lo importante no es viajar sino hacerlo fuera de los circuitos turísticos y contárselo a los amigos cuando, ya de vuelta, nos tomamos una cerveza con ellos.

-Alquilamos un guía para nosotros solos. Queríamos que nos llevara fuera de los circuitos turísticos.

-Y ¿qué tal?

-¡Fantástico, increíble! ¡Una experiencia única! No podéis imaginaros todo lo que nos ha pasado. Tenéis que probarlo…

 Nada se dice del calor o del frío, de las incomodidades, de los miedos, de los riesgos inútiles…Nada.

 Con cierta vergüenza a que nos digan que somos unos lanudos, todos decimos que sí, que probaremos la experiencia, que nos sumergiremos en los fiordos noruegos en busca de algún pecio de la segunda guerra mundial o que nos internaremos en lo más profundo de la selva amazónica hasta dar con los últimos aborígenes.

 ¿Todos? Bueno, siempre hay algún revienta fiestas, alguna mosca cojonera, alguien con el colmillo retorcido que dice que a él lo que más le gusta es ir a la casa del pueblo y coger la bicicleta. ¡Vaya, por Dios!

  Todos le reprochamos la gracia sin saber que habla en serio, sin entender que este amarga veladas, este veraneante a la casa paterna, volverá como vuelven las oscuras golondrinas, según dicen los sociólogos que escudriñan el futuro.

 Porque cuando todo el mundo nos movamos fuera de los circuitos turísticos y no sepamos a qué experiencia arrojarnos para inyectarnos adrenalina volveremos a la aldea. A los orígenes.

 Se cerrará así el círculo que iniciamos en los años setenta cuando, aún pobres, íbamos, donde madre, a olla puesta y baño en el río.

  Antes de que nos llegue el último viaje, ese que no tiene retorno y al que iremos ligeros de equipaje, casi desnudos como los hijos de la mar, como señaló el poeta, volveremos al pueblo para comprobar que todos los mundos están en la pequeña geografía de lugar donde nacimos. Que hay muchos mundos, pero están en este. En el barrio, en el pueblo.

 Volveremos al “dolce far niente”, al “dulce hacer nada”, a la ociosidad y al aburrimiento que tantos descubrimientos han aportado a la civilización. Volveremos a la inmovilidad, al placer de oír cantar a  los grillos como quien retorna a un placer prohibido.

 Blas Pascal que sabía mucho del tema dijo que “todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y a solas en una habitación”. A solas, señor Blas, y a ser posible oyendo zumbar a las moscas preguntándose por la relatividad del tiempo, por qué demonios su tiempo -el de las moscas- es cuatro veces más lento que el nuestro.

 Todo menos esa saturación de movimientos que nos invade, ese desplazarse para fotografiarlo todo, ese encanallamiento para consumir el mundo con desesperación como si no hubiera un mañana.

  La inmovilidad como algo revolucionario, ecológico y terapéutico.



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