Carta a Isabel Coixet

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(10/02/2018) Querida Isabel, ahora que tu película La librería se ha alzado con el premio a la mejor película en la gala de los goya, -que no veas lo contento que me puse recordando a tanto librero como hay, héroes en el desierto cultural que nos rodea, sacando su pequeño negocio de las crisis presentes, pasadas y venideras-, pues que a ver si te acuerdas y haces otro peliculón sobre los clubes de lectura, esos “últimos de Filipinas” que resisten los embates de la ignorancia en unos tiempos nada propicios a la lectura, la reflexión y el debate.

 Que hagas, querida Isabel, una peli sobre esos benditos clubes, parecida a La librería o, ya puestos, a Fahrenheit 451, obra maestra de François Truffaut, basada en la novela de Ray Bradbury, que puso al libro en el altar del saber y lanzó las tijeras de la censura a los cascos de los caballos allá por los años sesenta del siglo pasado.

 Una peli, Isabel, si me lo permites, que tenga a una mujer como protagonista indiscutible, a ser posible metida en años y experiencia -en sabiduría- pues ese es el perfil de las luchadoras que se acercan cada mes a debatir sobre un libro en la biblioteca de su barrio.

 Y ya puestos, si me los sigues permitiendo y en plan argumento, que esa mujer y otras que acuden al club sean atacadas por un monstruo gigantesco llamado “Ignorancia” que puede ser encarnado por cualquiera de esos entes malignos que nunca se acercan a un libro y que ni están ni se les espera en biblioteca o librería alguna. Y que para más inri, hasta presumen de ello.

 Sé, Isabel, que estoy metiéndome donde no me llaman y que estás a punto de lanzarme un zapatero a tus zapatos y un lanzallamas de reproches a través de tus ojos guasones, pero no puedo por menos de gritar que hagas lo que te pido. Por favor.

 No sé a qué temperatura puede arder un lector que dé título a tu película, a imitación de Fahrenheit 451 que como sabrás es la temperatura a la que arden los libros, pero no será difícil saberlo consultando algún manual en Internet.

 Tampoco sé quién puede hacer de Guy Montag, el quemalibros arrepentido tras ver a una mujer que se suicida al arder junto a su biblioteca, o de su esposa Midred (Linda en la película) adicta a las pastillas y enganchada a la televisión mural que ocupa tres paredes de su salón. Aunque seguramente podría haber muchos candidatos a hacer el papel de esta última, sin demasiado esfuerzo, dado el número de tragapantallas que crecen entre nosotros.

 Y si necesitas lugares para el rodaje -localizaciones, interiores, exteriores- no te preocupes. Pásate por esta ciudad contada y te mostraré esos reductos de la resistencia lectora, esos clubes de lectura que aguantan impertérritos el acoso de las pantallas, conscientes de ser los últimos en dicha empresa y sin relevo generacional a la vista.

 Hace pocos días, Isabel, estuve en uno de esos reductos de la conversación y el libro, una de esas catacumbas donde se refugia el pensamiento, unas diez personas nada más; y pensé que en estos tiempos de Facebook y prozac, estaba ante los diez justos bíblicos que a día de hoy salvan de la quema a la Sodoma y Gomorra de nuestra ignorancia. También pensé que en un futuro próximo, cuando desaparezcan estos clubes, ¡ay!, “si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe, ya no será necesario quemar libros” como apuntó el mismo Ray Bradbury en su excelente novela.

  Y otra cosa, Isabel, como sé que la música es parte fundamental en toda película que se tercie, y recordando la de Bernard Hermann que reboza de tragedia el suicidio de la lectora de Fahrenheit 451 -el mismo músico que impregnó con violines asesinos la ducha de Psicosis- te sugiero para tu película la Patética de Tchaikovski, aquella obra del autor ruso que terminó suicidándose unas semanas después de su estreno. Porque, querida  Isabel Coixet, ¿cómo sobreviviremos los mortales cuando desaparezca el último lector de la faz de la tierra?

 Y termino. Cuando lleguen los créditos de tu película y ante la ausencia de lectores que puedan descifrar los signos escritos en la pantalla, -¿quién sabrá leer cuando hayan desaparecido los lectores, esos bebedores compulsivos de literatura que sostienen con su incontinencia la supervivencia del libro?- te sugiero que pongas, también a imitación de la genial obra de Truffaut, los títulos ágrafos, mediante una voz en off que nos mantenga sentados en la butaca, clavados ante la pantalla como mariposas en la vitrina de un entomólogo. Porque eso es lo que seremos cuando haya desaparecido el último lector: mariposas disecadas que nunca volarán.



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