Así que pasen diez años

dni

(30/01/2018) Cuando tienes cierta edad casi siempre ocurre, entras en la comisaría de policía para renovar tu DNI (documento nacional de identidad)  y sales a la calle convertido en todo un filósofo. En un filósofo de medio pelo, pero en un filósofo al fin y al cabo. Como les digo.

Si quieren hacer un curso intensivo de Filosofía, con máster de andar por casa, no vayan a la Complutense o a la Autónoma, vayan a renovar su documento nacional de identidad y comprueben si es, o no, cierto lo que les digo.

Me acaba de ocurrir hace unos días. Salía yo tan flamante de la comisaría con mi nuevo carnet y me dio por mirar (¡por qué lo haría!) la fecha de vencimiento: 2028 (¡¡diez años!!); y entonces, de repente y como quien no quiere la cosa, me convertí en todo un Sartre acuciado de angustia existencial, con preguntas que comenzaron a martirizar mi pobre cabeza tan alejada ¡ay! de estas filosofías: ¿llegaré a esa edad?, ¿cómo llegaré si es que llego?, ¿habremos superado la crisis?, ¿seguirán los telediarios hablando de lo mismo?, ¿existirán las pensiones?…

 Como les digo salí convertido en todo un filósofo.

 Igual que me ocurre siempre que miro las estrellas, la renovación del DNI me llevaba y traía, cual hoja movida por el viento, a preguntas sobre el ser y la nada, esas que nunca me asaltan cuando tomo un vino con los amigos, por ejemplo, y salí de la comisaría de barrio hecho todo un Aristóteles con móvil y gafas de sol: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?

 Y no crean que llegado el caso vale con darse respuestas engañosas de soy fulano de tal, vengo de tomarme un café y voy a tomarme un verdejo con un pincho de tortilla. No.

 Lo normal es que en ese “quién soy” no salgas muy bien parado y termines recordando los diez años transcurridos desde la anterior renovación, y te vengan los peores recuerdos de tu vida laboral, la insolvencia de los diez años vividos, las expectativas que pusiste en ti mismo y que nunca se cumplieron, los problemas económicos que nunca te abandonaron y un largo etcétera que terminan por reflejar tu lado más deprimente y oscuro.

 Por eso la renovación del carnet de identidad termina arrojándote al bar de la esquina, único refugio para tanta melancolía como te cae encima de repente.

-Un vino de Toro y un pincho de oreja, por favor.

 Y el camarero, ese sabio de la barra, psicólogo y confesor de nuestras miserias, ve cual madre solícita que algo te pasa cuando has atropellado a media barra para hacer el pedido (tú, siempre tan educado y tranquilo), que nunca pediste el vino con tantas urgencias ni te entregaste al tapeo de manera tan compulsiva.

 Porque ¿a quién vas a engañar cuando vienes de una comisaría donde han puesto en tu identidad más profunda un memento mori, un “recuerda que has de morir”, una fecha de caducidad para que la lleves  en la cartera durante diez años?

-Vengo de sacarme el DNI- terminas confesando a quien te conoce como si te hubiera parido.

-¡Y no llevabas las fotos!, clama el camarero desde el otro extremo de la barra.

 Y para no entrar en disquisiciones eternas y para que termine bien la mañana le digo que sí, que me faltaban las fotos, que siempre me falta algún papel, que si la burocracia, que si tal o que si cual…

 Y el sabio de la barra tras pensárselo dos cafés servidos me receta un “tranquilo, más se perdió en Cuba y venían cantando” que ayudarme lo que es ayudarme no me ayuda demasiado, pero que por aquello de Cuba y la proximidad semántica, aprovecho para pedirle un cubata.

 Entregado a un tapeo desenfrenado y al trago del sediento, termino visitando todos los bares del barrio en un intento inútil de ahogar la angustia existencial que me corroe y superar el nihilismo nietzscheano que también.

 Cuando tambaleante y cantando, como beodo becario, llego al portal de mi casa y me topo con la esquela mortuoria de mi mejor vecina (hay mañanas que mejor no levantarse), un vecino compungido, señalando el papel, me espeta un “¡no somos nadie!” que descoloca aún más mi “alegría” mañanera.

-¿Cómo?, pregunto haciéndome el sordo.

-¡Que no somos nadie!- repite con el gesto compungido de quien acaba de dar un pésame.

 Entonces echo mano de la cartera para comprobar si sigue allí mi identidad.

 Y sí, allí sigue el plástico que corrobora que soy fulano de tal y de tal… con fecha de caducidad.



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