Al otro lado de la barra

camarer

(30/08/2018) Ahí están. Visibles durante todo el verano, soldados de guardia en su garita de vidrios. Funcionarios de nuestra sed, sin ventanilla protectora ni escalafón, atendiendo todo tipo de demandas: un café, un zumo, una caña, ¿el baño?…

Ahí están. Trabajando donde los demás se divierten, o sea en el lugar más expuesto, donde llueven balas rellenas de un explosivo llamado exigencia, prisa y malos modos.

-¡Camarero! Un café largo descafeinado de máquina en taza pequeña con sacarina y la leche templada de soja…

Ahí están. Vestidos con el traje del aguante y la máscara de la sonrisa, soportando el chaparrón de quien tiene todas las prisas, de quien exige hasta lo imposible, de quien se cree dueño de todos los derechos y de ninguna obligación.

Ahí están. Detrás de la barra que marca la frontera entre el ocio y el trabajo, entre quien pide y quien da, entre quien exige y quien sirve.

Confesores de una parroquia de vagos deprimidos, psicólogos de pacientes que fracasaron en sus ambiciones, médicos de hombres y mujeres heridos por el mundo, animadores e intérpretes de esa especie desquiciante e invasora que se llama turistas.

 Habrá que hacer un homenaje a los camareros, señor ministro. Darles la medalla de todos los trabajos, de todas las paciencias. Sería el más justo de los homenajes a esos hombres y mujeres que aguantan lo inaguantable y sufren lo insufrible mientras nos divertimos a su costa.

Ahí están. Secundarios de todas las novelas, de todas las películas que solo cuentan con ellos para que el chico bueno ligue con la más guapa mientras se toma un gin tonic.

 Sólo las novelas sucias y negras de Jamen M. Coin podían incluirlos como protagonistas. Solo un autor barato, envidiado, prohibido, infravalorado y odiado como James M. Coin podía hacer una obra tan inquietante como La Camarera, dura como un golpe en el estómago, sucia como un escupitajo y claustrofóbica  como las bodegas de un submarino.

 Ahí están. Esponjas, a su pesar, de todas las vidas, confidentes de todos los destinos que se apoyan en la barra pidiendo clemencia, escuchando desde el otro lado de la valla. Observadores en ese microcosmos que es todo bar.

“El café Comercial ha sido mi universidad” dice Juan Bohigues autor de Henry Miller en el metro, que ha pasado veinticuatro años de su vida en el Café Comercial de Madrid, sorbiendo historias que convierte en novelas tras robarle muchas horas al sueño. “Para mí el Comercial fue como un periscopio o como una azotea”.

 Me caen bien los camareros y cada vez valoro más la diversidad de esa especie. Los hay huraños y adustos hasta el desprecio, inaguantables para los nuevos señoritos que se creen el rey del mambo cuando salen de casa, otros, cercanos, sumisos hasta el empalago, temerosos de perder el empleo, pero todos grandes observadores de la vida con interesantes historias oídas o vividas desde esa azotea que es toda barra. Esperando que el escritor que llevan dentro se ponga manos a la obra.

 “Soy camarero y escritor” confiesa Daniel Jiménez, ganador del premio Dos Passos con su novela Cocaína al que le gusta la hostelería porque puede compaginarla mentalmente con la escritura “aunque hasta hace poco trabajaba cincuenta o cincuenta y cinco horas semanales como camarero y me costaba mucho escribir”.

 También Stephanie Danler, que ha publicado Dulceagrio basándose en su experiencia como camarera en distintos bares neoyorquinos durante quince años, no duda en afirmar que todos los camareros de Manhattan son una especie de superhéroes porque “además de mil habilidades físicas, son enciclopedias con pajarita”.

 Con pajarita o sin ella, los camareros de todas las latitudes son enciclopedias andantes, querida Stephanie,  y ya va siendo hora de que se les dé lo que se merecen, aunque me temo que nunca se saldará la deuda histórica que tenemos con estos superhéroes, con esos quijotes que se enfrentan cada día a los molinos de viento de nuestras soledades.

Ahí están. Sin vacaciones estivales, pero viajeros por el mundo. Por esos mundos que giran a su alrededor cada día y que ellos otean desde la barra. Las mejores vistas panorámicas del alma humana desde detrás de la barra. A su disposición y sin moverse del sitio.

 Ahí están. Los camareros. Enciclopedias andantes con una bandeja de mundos en la mano.



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